Lecturas inmediatas, realidades imposibles

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Nunca he sido un gran lector pese a que leía bien. Quizá leía mejor antes que ahora. En la niñez, como varios en mi época y en mi pueblo, ser monaguillo era una opción más sujeta a la curiosidad y la hiperactividad que a una fe que difícilmente pudiera entenderse.

Sin levantar un palmo del suelo, cada domingo me subía a un pequeño taburete que me hacía sobresalir ligeramente el flequillo que ya no tengo por encima del púlpito. Desde allí, las señoras mayores escuchaban de mi boca las epístolas que señores de hace mucho tiempo mandaban a otros señores que no se portaban tan bien como ellos o que desconocían la felicidad. O algo así. La verdad es que entonces yo leía muy bien pero no comprendía nada. Eran lecturas inmediatas, realidades imposibles.

Los viajes de los libros

En el cole y en el instituto la lectura era parte del día al día. Desde ‘la M con la A, MA’ hasta el ‘ponemos la tilde para deshacer el diptongo’, los cuentos y novelas a leer eran concebidos como una obligación, como el lavarte los dientes después de comer para mantener la boca sana.

Los libros mantenían mi nivel de junta-letras en excelente estado pero ya en aquel momento me preguntaba por qué todos teníamos que leer lo mismo si no nos gustaban las mismas cosas ni juntábamos las letras al mismo ritmo.

Nos metían por los ojos textos que no nos habían enseñado a entender. Cada semana, cada mes, cada trimestre, una pizca del Barco de Vapor y, con el paso de los años, una cucharada de Crónica de una muerte anunciada de un genio que no conocíamos. Eran lecturas inmediatas, realidades imposibles.

Llegada la universidad, tras las fallidas invitaciones a leer ‘por mi bien’ en lugar de ‘por gusto’, mi interés lector desapareció como los amigos de Momo desaparecieron con la llegada de los hombres grises.

Las, en ocasiones, diez horas diarias de Química orgánica, Química Industrial y demás temática técnico-científica escrita y divulgada con nula expresividad y entusiasmo, me invitaban a no leer más y entregarme a la imagen y sonido de la televisión. Lecturas inmediatas, realidades inmediatas.

La oportunidad laboral que no obtuve en mi hogar, sino lejos de él, trajo consigo, de forma indirecta, sin querer, la oportunidad de conocer lecturas perdurables de realidades imposibles sentado en el tren que me lleva de casa al trabajo y del trabajo a casa. Se presentó la oportunidad de abrir las tapas de un libro durante media hora y la aproveché.

Hace unos meses viajé a Macondo en lo que, posiblemente, haya sido la mejor lectura de mi vida. Hace unos meses, pude comenzar a saldar mi deuda con Gabo saboreando cada historia de Los Buendía. Y seguí  con El Coronel no tiene quien le escriba y ahora con El otoño del patriarca.

Lecturas sosegadas, realidades posibles.

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