El nuevo obrero, el 1 de mayo
Interviene Carlos Sánchez, el secretario general de Comisiones Obreras, desde el templete central de la Plaza de Pombo de Santander, donde finaliza siempre la manifestación del 1 de mayo. El sindicalista se despacha a gusto con el presidente de Cantabria, el presidente de la Nación y con la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, por invocar a la Virgen del Rocío para salir de la crisis. «Qué hija de la gran puta», piensa en alto una manifestante, aparentemente jubilada.
Finalizan las intervenciones de los líderes sindicales y suena La Internacional, el himno de los trabajadores, en versión instrumental, para que cada cual la cante como quiera. Ya sabéis que hay versiones: la del Partido Comunista, que es la que estaba vigente hasta la Segunda República, la del Partido Socialista, que es la de Latinoamérica, la de los anarquistas…
Un destacado diputado del PSOE y dirigente socialista -sic- disfruta entonando junto a su mujer, funcionaria y urdidora de apoyos a su chico en el partido local. Al comienzo de la legislatura se quejaba en una radio generalista de que en el Parlamento no tiene tres secretarias, como cuando estaba al frente del área de formación del sindicato. Y ahí le tienes, puño en alto, cantando «arriba los pobres del mundo», el sindicalista – sic-, el muy socialista -sic-. Sic, sic y sic.
«¿Por qué los de CC.OO. levantan el puño derecho y los de UGT el puño izquierdo?», pregunta otra manifestante, de mediana edad. Buena pregunta, la misma de todos los años. Caras de póker.
A la manifestación del 1 de mayo fueron 6.000 según los sindicatos, 2.500 según la Policía Nacional. Pero, para hacer honor a la verdad, a la hora de la Internacional, había más cientos tomando blancos que cantando la Internacional.
El día en que saltó por los aires Lehman Brothers los sindicatos descorchaban champan en Valdecilla: acababan de firmar el último complemento salarial para la última categoría profesional (pongamos que un celador) de un hospital que hoy se vende por lotes.
Hoy, se marcha a un ritmo de decenas al día la generación mejor formada de la historia del país. Es la misma generación que veía a sus amigos obreros moverse en BMWs y comprar chalets con piscina en la periferia. Entonces, ellos estaban condenados a ir de ETT en ETT. Y a tirar, porque les tocaba, otro curriculum. Fueron los últimos que celebraron junto a sus padres que se había «colocado». Eso ya no es celebrable.
Algunos resistirán en sus puestos, reducción a reducción del sueldo base. Otros se habrán marchado al extranjero. Y el resto está al autoempleo.
El nuevo obrero es ese: un empresario autónomo que trabaja un número incontable e inconfesable de horas al día, para ingresar apenas 1.000 euros; cada tres meses le viene el palo del IVA; paga facturas, las de casa y las del curro; y pide rescates familiares cada vez que le llega un imprevisto.
Así, se va destruyendo el ahorro de la anterior generación, la que conquistó los derechos: las 8 horas, el plus de nocturnidad, el plus de peligrosidad, los moscosos, las vacaciones pagadas. Logros sindicales, qué tiempos.
El nuevo obrero flipa con el PP, que no es muy popular, y con el PSOE, que no es socialista, ni obrero y tiene problemas para aclararse con España. Sólo entiende la P, de partidos. Criticaba la partitocracia y a los gobiernos débiles – cobardes- que se pliegan al poder económico concentrado, mucho antes de que lo hicieran los sindicatos.
A los banqueros no les afearían que publiquen sus beneficios – el joven empresario autónomo sueña con ellos, para hacer crecer su proyecto-, pero sí les pedirían que dejen de desahuciar, que no blanqueen sus balances con los ahorros retenidos de los preferentistas.
Porque el nuevo obrero también tiene corazón, pero consumo no es Satán, para el nuevo obrero. Y austeridad es su realidad; no un dogma, ni una palabra tan horrible, por mucho que se haya apropiado de ella la Troika.
El nuevo obrero exigiría al Gobierno ayudas a la contratación antes que al despido, cuotas de autónomo simbólicas, como en otros países, o la persecución del fraude grande, el de Suiza, y no la economía sumergida por supervivencia.
Desigualdad, para el nuevo obrero, son los privilegios de las élites políticas y empresariales, que no dedican un minuto a pensar en el futuro de su región, que no planifican ni trazan la estrategia, que no piensan en el interés general y generalmente defienden su propio interés: mantener un sueldazo subvencionado y trabajar muy poco.
El nuevo obrero, de hecho, todavía no se ve como un obrero. Se vuelve loco con la sociedad de clases. Es un trabajador y a la vez patrón. Le preocupan cosas como la productividad, la organización y cumplir con los objetivos de facturación, para poder parar su empresa quince días y pirarse al pueblo a descansar.
Su mono de trabajo son unos vaqueros y una camisa, por fuera. Zapatillas deportivas y cazadora casual. Trabaja en casa, o en un centro de coworking. Vive pegado al smartphone, cada día aprende un palabro nuevo y no hace planes a largo plazo.
El 1 de mayo, por supuesto, no va a la manifestación. Y si va, será brecha generacional, entonces flipa, con los discursos, con los puños en alto, con la estética de la Internacional. Y si reconociera a algunos de quienes la entonan, volvería a querer quemar unos cuantos contenedores más.
Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan…