Calamaro: un bohemio en La Magdalena
Y claro, te faltaban canciones. Como no. Si tiene un disco con ciento dos, otro con treinta y siete, una discografía como un boxeador que sale de repente de las cuerdas con los puños por delante, un elefante que viene a tumbarte, que parece dormido, que arranca con guitarras, con Out put-In put, sexus, nexus, hoy me como tu big mac, una calavera blanca sobre una camiseta negra, gafas de sol, zapatos de piel, Andrés Calamaro en La Magdalena. Bohemio y marinero y torero. Y fue como un sueño, un poco también, todas las canciones que te han llevado tantas veces de la mano, cruzando la calle, abriéndose delante de tus ojos como mariposas con dientes llenando el aire.
Y Andrés las despliega con cuidado, delicadeza de amante, respetando el oficio y el cancionero, suave, como besos en la espalda. ¿Qué hubo? Rescates de El Salmón, piezas de Bohemio, guiños a José Tomás y a Morante de la puebla, estatuarios y medias verónicas, desplantes con el capote por delante en una pantalla de plasma, saludos al tendido, que grita y se pregunta cuál será la siguiente.
Y de vez en cuando Andrés se quitaba las gafas para guiñarnos un ojo. ¿Y tocará Mi enfermedad? ¿Tocará Los aviones? ¿Tocará Te quiero igual? Sí. Sí. No. Pero es que, muchacho, compréndelo, todas las canciones no caben. Andrés nos fue explicando:
Que la moneda cayó por el lado de la soledad. Y el dolor. Y que si esta noche me dejas que te cierre los ojos, mañana vendré con un cigarro a la cama. Que los puñales ya no duelen, ya no hacen mal. Que ser bohemio es aferrarse a las espinas de las rosas. Que algo va a quedar adentro tuyo siempre.
Que nos fuimos a volar con un solo paracaídas.
Llueven canciones. Y Calamaro tiene el aire ceremonioso de un actor de teatro de provincias, la parsimonia de un matador que se desplaza casi sin pisar la arena, algo de brujo también, y de jugador que sabe que lleva la mejor mano de la mesa. ¿Y cantó bien? Mejor que nunca. ¿Y qué cantó? Estadio Azteca, esa canción como tímida que en directo siempre echa un poco de menos la guitarra del Niño Josele y con la que Andrés regresó a grabar y a los escenarios, con la frente marchita, después del agujero creativo de El Salmón y aquellos días cuando siempre era de noche.
Más tracklist. Todavía una canción de amor. Sin documentos. Unas cuantas de Los Rodríguez, en memoria de los amigos ausentes, Julián Infante que estás en los cielos, brindando por nuestra juventud que se las aprendió de memoria en tardes de verano que nunca acababan.
Y también Loco, Días Distintos, Maradona, que no es una persona cualquiera, es un ángel pegado a una pelota de cuero. Todas las que nos sabemos: voy a salir a caminar solito, sentarme en un parque a fumar un porrito y mirar a las palomas comer. Y Alta Suciedad, tan guitarrosa y tan sucia como siempre. Y hubo su poquito de funk, su poquito de tango con el arranque de Volver, su homenaje a todos los Ramones muertos en el cierre del concierto con un Somebody put something in my drink que sonó como una oración animista.
Pero por encima de todo hubo rock, que es lugar donde Calamaro se ha hecho estrella: guitarras, piano, una batería contundente. Y cuando comienza Los chicos, la pantalla de plasma muestra fotografías en blanco y negro de Pappo Napolitano, Pato Zamora, Miguel Abuelo, Camarón de la Isla, Juan Moneo el Torta, Paco de Lucía y todos los que tuvieron que irse arriba antes que nosotros y nos esperan con el abrazo a punto.
Y así terminó. Con el saludo a los muchachos, la banda repartiendo besos, ovación y palmas y pañuelos blancos y la Campa convertida en la Bombonera. Gritos de Andrés Andrés, y en la parte de los ojos la sensación de haber visto algo especial,
¿Y hubo gente? Mucha ¿Cuánta? En el periódico lo dirán.
Esto no es una crónica. Es una rendición firmada.
Y ahora unas notas de ambiente: hizo bueno, y luego tocó Rosendo, no hacía frío, el mar estaba por allí cerca, con la marea muy baja, y yo no me fijé demasiado en los detalles, porque estaba a otras cosas: apretando los dedos, agarrándome, dándole mi vida al separa avalanchas. Y prendido a una botella vacía que antes siempre tuvo gusto a nada.