Adenoid Hynkel
En la legendaria escena de El Gran Dictador, Adenoid Hynkel aparece en su despacho admirando embelesado un globo terráqueo — «¡César o nada! ¡Emperador del Mundo! ¡Mi Mundo!»—. Tras un rato jugando con el globo, éste explota en sus manos, provocando la desolación del Führer.
Afortunadamente, 75 años después, casi nada es comparable a la situación denunciada en el filme de Charles Chaplin. Casi nada, salvo el núcleo mismo del problema. El ejercicio de la autoridad mal entendido. El autoritarismo.
Todos estamos de acuerdo en que vivir en sociedad implica el establecimiento de unas normas que velen por el bien común. Incluso aunque, en ocasiones, esas normas nos perjudiquen a algunos de nosotros. Entendemos que el bien común está por encima del interés individual. Lo que ya no entendemos tan bien es que nos obliguen a aceptar que algunos supuestos intereses comunes estén por encima de lo que se nos antoja obvio y necesario.
Podemos entender que sea necesario expropiar una finca para hacer un vial que comunique dos arterias de una ciudad. Pero nos cuesta entender la necesidad de hacer ese vial cuando ya hay otros dos que las comunican en menos de 2 km.
Podemos entender que, dado lo poco cuidado que está uno de los parques más importantes de la ciudad (basta ver su estado o los comentarios de la gente que lo frecuentaba), sea necesario acometer ciertas mejoras o renovaciones. Pero nos cuesta entender que la solución sea meter cincuenta excavadoras, tirar el parque y volver a edificarlo.
Pero, sobre todo, lo que más nos cuesta entender es que el máximo responsable de la ciudad, su alcalde, haga y deshaga proyectos que afectan a todos los ciudadanos a su antojo, sin tenerlos a ellos en cuenta, y sin mostrar el más mínimo interés en el diálogo.
Porque luego no valdrá lamentarse. Porque no valdrá lloriquear lamentándose de que la ciudad sufre una ola de plataformitis. Porque las personas, como el globo terráqueo de la escena de El Gran Dictador, explotan cuando las aplastas demasiado.