El enfermo imaginario
No era hipocondría, cuando pasamos horas en la “sala de espera” de urgencias.
No podía dejar de mirarla y Ella, callada, no apartaba los ojos de la puerta, a la vez que se palpaba, nerviosa, una y otra vez, el bulto que se había encontrado en el pecho.
Una atmósfera irrespirable en esas cuatro paredes que parecían encogerse más y más. Más gente esperando y el espacio cada vez más pequeño. El sudor resbalando por la pantalla del móvil.
Y la mirada fija en el pomo de la puerta, atenta al más mínimo movimiento. Como si apartar la vista de él significase perder el turno, la oportunidad de encontrar una respuesta a esa angustia sobrevenida.
Solo unas horas antes el mundo estaba lleno de oportunidades y proyectos. Te levantaste como siempre, fuiste la primera a la ducha y saliste llorando.
Mientras intentaba tranquilizarte, decirte que seguro que no era nada, simplemente un bulto de grasa o un quiste, en mi cabeza solo se repetía, como un martilleo incesante y ensordecedor, la palabra cáncer: cáncer, cáncer, cáncer…Golpeaba tan fuerte que creo que incluso tú la oías.
Salimos a la calle, pasamos sin mirar por el quiosco de la esquina. Llegamos al coche y nos fuimos directos para el hospital “Marqués de Ferrovial”.
No recuerdo ni semáforos, ni pasos de cebra, ni la zona de aparcamiento. Tan solo recuerdo esa maldita puerta frente a la cual nos pidieron que esperásemos. Y el nombre de “sala de espera” fue adquiriendo un nuevo y doloroso significado.
Su nombre es Argán, un nombre extraño para una mujer, lo sé, pero su padre, un jubilado profesor de literatura francesa, era un apasionado de esta obra de Moliere en la que se narran, en clave de humor, las peripecias de un hombre que se cree siempre enfermo. ¿Gracioso?
Pero no, no era hipocondría, por desgracia. El pomo de la puerta girándose, el trato amable pero cansado de la médico de guardia, las primeras pruebas, ecografía, mamografía…
Y los resultados. Y siempre las “salas de espera” y siempre sonrisas amables pero cansadas, a veces olvidadizas e incluso forzadas.
La radioterapia, la quimioterapia. Todo un tratamiento que no podríamos pagar de no tener sanidad pública. Cientos de euros en medicamentos, miles de euros en máquinas que, por desgracia, se van quedando desfasadas porque cada vez hay menos dinero para lo fundamental.
Y el estado del bienestar, para nosotros, se queda en otra “sala de espera” mientras nos dicen que nos conformemos con no perder lo que ya no es nuestro.
Lo llaman externalización para un uso más eficiente de los recursos. Modelo mixto de atención, en el que la privatización de determinados servicios facilitará una mejor gestión y una mayor rentabilidad.
Y cogemos el bulto del pecho y lo ponemos en “la romana” de su conciencia para ver cuánto pesa, cuanto tiempo nos fían, cuanto tiempo tenemos para devolver el préstamo.
Y el tiempo es un lujo que no tenemos, porque, tal y como están las cosas, no podemos permitirnos ningún lujo. “Vivimos por encima de nuestras posibilidades” simplemente porque vivimos.
Y la “sala de espera” se convierte en una caja registradora. Y, poco a poco, mientras esperábamos a que girase el pomo de la puerta, dejamos de ser personas para convertirnos en cifras de un balance a fin de mes, a fin de año, “a fin de cuentas”…
¿Quién da más?…
Y poco a poco, mientras esperábamos a que girase el pomo de la puerta, empezaron a poner etiquetas, a clasificarnos según la calidad y coste del producto: nacional, inmigrante ilegal, con permiso de residencia, refugiado, jubilado, en paro, tantos años cotizados, enfermos terminales, con seguro médico, de la mutua, “enfermos imaginarios”…
Y, poco a poco, mientras esperábamos a qué girase el pomo de la puerta, las tarjetas sanitarias las cambiaron por tarjetas de crédito. Y, poco a poco, mientras esperábamos a qué girase el pomo de la puerta las cuentas cuadraron porque ya no esperaba nadie…
Malditos fabricantes de pomos… ¡Ellos tienen la culpa de todo!