Solidaridad ‘No logo’

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«A diferencia de la solidaridad, que es horizontal y se ejerce de igual a igual, la caridad se practica de arriba-abajo, humilla a quien la recibe, y jamás altera ni un poquito las relaciones de poder» (Eduardo Galeano)

Solidaridad No Logo

Solidaridad No Logo

Cuando realizamos un acto, que llamamos solidario, ¿Cambian algo esas relaciones de poder?  ¿Alteramos ese orden de las cosas que hace que las cosas sean así?

O simplemente aceptamos esa  caridad, envuelta para regalo, dentro de la «ética de los negocios», para una cuenta de resultados donde el resultado es siempre el mismo: Impedir analizar las causas que promueven esas desigualdades y rentabilizan la solidaridad de acuerdo a los criterios del mercado: beneficio y reinversión.

De esta manera la caridad se disfraza de solidaridad. El concepto se redefine en clave paternalista  para, por lo menos, “cuadrar las cuentas”.

De nuevo la ética se construye desde el bolsillo, abriendo la puerta a un supermercado de marcas que se convierten en “sponsors” de refugiados, perseguidos, exiliados, pobres  y todo género de personas que sufren,  como si de un accidente climático se tratara, las inclemencias del sistema.

El potencial emancipador queda diluido entre el prejuicio y la condescendencia. Y así dejamos las sobras para los que sobran.

SOCIEDAD NO LOGO

Es la sociedad “No-Logo” de Naomi Klein, en la que  el factor humano queda reducido a  la categoría de  mercancía dentro de la lógica de la oferta y la demanda.

Un viaje, con los gastos pagados,  desde las lujosas tiendas de ropa y centros comerciales de las grandes ciudades hacia los talleres clandestinos en los que  trabajo equivale a degradación.

Quienes violan los derechos humanos, y luego hacen donaciones televisivas en maratones solidarios, “patrocinan”  campañas contra un hambre que ellos mismos generan. “Apadrina un niño” se lee en el bote del cacao que desayuna tu hijo. Mientras el hijo de otra trabaja 14 horas cortando cañas de azúcar.

Los mismos que te desahucian te piden colaborar con su obra social.

Es el marketing a costa de la miseria.

Tú demandas justicia, ellos ofrecen caridad, tú demandas dignidad, ellos  se ofrecen como patrocinadores a cambio de convertirte en un slogan publicitario: “tu banco y cada día el de más gente” acaba siendo el dramático ejemplo del desahucio de una sociedad de consumo que te consume la vida y  acaba cobrándote cada aliento exhausto.

Casi sin darnos cuenta esa lógica de entender la vida  acaba capilarizando en cada uno de nosotros como bolsos de imitación. La nueva moral cotiza en la Bolsa de los valores por cuenta corriente, de la misma gente corriente que pagamos nuestra vida  a plazos. Saldo agotado.

Los sentimientos se venden cada vez más caros en las tiendas de una solidaridad construida a golpe de escaparate de centro comercial, de estética sin alma.

Esa lógica de la gestión se traslada a la vida cotidiana y al final solo queda espacio para la calderilla tras el recuento de un sentido común que factura desheredados. Primero mi estado de bienestar, mi imagen en el maquillaje del “qué dirán”.

Una “felicidad de diseño” se apodera de todos en un ambiente que retroalimenta el ego de los de siempre. Y así vamos perdiendo la perspectiva de lo que hacemos. Rebuscamos en los bolsillos seleccionando las monedas más pequeñas para disfrazar  el gesto de una culpa cada vez más invisible.

HAY CIELOS EN LOS QUE NO CABEN LOS POBRES

La foto fija, de una limosna a destiempo, queda enmarcada en la retina de una conciencia  sometida al conveniente Photoshop, por si en el futuro quisiéremos hacer revisión de conciencia arrodillados ante un alzacuello de marca.

Y es que hay cielos en los que no caben los pobres a no ser que se vistan de Rubina Ali, en Slumdog Millonaire, si queremos darle un toque multicultural; o de la clásica Annie, aquella  niña pobre y huérfana que vivía bajo la crueldad de la señorita Hannighan, condenada a vagar por las calles de Nueva York, a la espera de un honrado millonario  que la rescate de “las inclemencias del sistema”.

Dickens estaría orgulloso de estas revisiones de oferta de su clásico universal. Oliver Twist trabaja de modelo infantil para una marca de cosméticos: un poco de sombra de ojos, una ligera capa de mugre  auténtica, -queremos que parezca real-, y ya está, ya tenemos nuestro niño apadrinado, nuestro “Plácido” posmoderno para el banquete de esta solidaridad de postal.

Pese a todo, aún quedan espacios en los que reivindicar “la insumisión  del gesto” sin más servilismos que la voluntad de quien lo propone, sin más “marcas” que las cicatrices por intentarlo, sin más patrocinadores que mantener la independencia y la integridad, sin más instituciones que nuestra propia responsabilidad y compromiso.

La solidaridad debe ser  mucho más que “vender una imagen” o el dinero recaudado; algo más que regalar lo que sobra para mantener nuestro nivel de  vida mientras otros se precipitan a un vacío sin red. La solidaridad sin justicia social solo es un anuncio publicitario en horario de máxima audiencia. Un producto más en una sociedad donde el “valor” de las cosas se anota en un cheque al portador. Es la ética del consumo. El regusto de la  autocomplacencia.

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