El cártel del asfalto
Antes de que el cemento cubriera los caminos tantas veces andados. Antes de que solo quedaran las marcas de las huellas, de algún perro o gato distraído, sobre el encofrado húmedo de las plazas inauguradas por el político de turno.
Un poco antes había tierra, la misma tierra por la que pisaba el ganado, la misma tierra que guardaba los pasos de la trashumancia de cabaña en cabaña llevándolo desde el valles, donde pacía en invierno, hasta la montaña, donde encuentran pasto. Al llegar la primavera el ganado se movía “de cabaña”.
El inicio de las labores del campo, en la Cantabria de Alta Montaña siempre se ha visto condicionada por una orografía complicada, dura y difícil de habitar, pero que se te queda pegada como una segunda piel de la que nunca te podrás despegar.
Tal vez por eso quienes nos hemos criado allí y vivido la exigencia de sus distancias, el silencio de sus caminos, la idiosincrasia de su carácter, escuchemos con cierto “recelo” a quienes hablan de ella como si de un capítulo de Heidi se tratara.
Una ambulancia que no llega, un camino cortado por una “estorrengada” de tierra, un corte repentino de luz tras la tormenta, que hacía de las velas el refugio para miradas a tientas, por el pasillo de la casa, en busca de una linterna para bajar a la cuadra y ver como estaban los animales; mientras los perros, en la calle, no dejaban de ladrar a la oscuridad, a la Luna o a los focos de algún tractor que pasaba deslumbrando la noche ciega.
Un viejo candil de gasoil rescatado del armario de la despensa, donde guardas la compra de la semana, recordaba a los mayores, y no tan mayores, que no se debe tirar nada, pues nunca sabes cuándo lo vas a necesitar de nuevo. Y el tiempo pasa y hay cosas que cambian y cosas que siguen igual. Cada vez más fácil llegar a una escuela donde cada vez hay menos niñ@s.
Llegó el alumbrado, aunque siguen las tormentas y los cortes de luz, y los perros ladran ahora a las farolas mientras pones el generador para la ordeñadora o te “remangas” el buzo para ordeñar a mano, como te enseño tu padre y a él el suyo.
‘GRACIAS’ AL CEMENTO…
Tu madre levantada desde la madrugada cuidando del abuelo y cambiándole el orinal de debajo de la cama. Y la ambulancia llega gracias al cemento.
Y puedes ir a la escuela cuando jarrea la lluvia; o la nieve se hace a un lado al pasar la quitanieves gracias también al cemento. Gracias al cemento puedes ir a las fiestas del pueblo de al lado sin convertirlo en una mini-peregrinación u odisea sin más Penélope que tu madre, tía o abuela, diciéndote que te abrigues que estas madrugadas son muy traicioneras.
Y gracias al cemento también llegan los turistas o familiares que se fueron a la ciudad buscando lo que todos buscan y esperando encontrar lo que todos han perdido. También encontraron cemento.
Es como si en los pueblos, con sus recovecos, su tiempo medido en campanadas de Iglesia, en despertadores con forma de gallo que compite con el despertador digital por seguir siendo útil y no caer en la cazuela, cemento fuera sinónimo de progreso.
Un progreso que te traía un pedazo de eso que llaman ciudad, de ese “estado del bienestar” que cabe en un carrito de la compra, un mando a distancia y una tarjeta de crédito.
Y quizás por eso abrimos las puertas de nuestras casas (aún en mi pueblo hay vecinos que no echan el cerrojo por las noches) a quienes nos traían el cemento, en sus gigantes hormigoneras y camiones de dos ejes para poder dar las curvas, tan cerradas como las noches de invierno. Esa confianza de quien deja la puerta de casa abierta porque le han enseñado que eso es lo normal.
Quienes traían el cemento eran gente del pueblo, nos habíamos criado con ellos, jugado a los bolos, echado la partida en el bar, hablado de fútbol o política, lo típico aunque no nos interesara ni una cosa ni otra.
Sin llamar la atención sobre ello, quizás también porque hemos normalizado y nos hemos educado en ese caciquismo sociológico, quien traía el cemento era también quien cortaba la cinta de la inauguración de turno. Y, sin darnos cuenta, con cemento también empezaron a tapar comisiones, adjudicaciones ilegales, malversaciones, nepotismo, y agresiones al medio ambiente. En definitiva CORRUPCIÓN.
Y es que la costumbre crea hábitos, comportamientos y normas no escritas que se convierten en armas de doble filo. Con el mismo cuchillo que cortas el pan para repartir con el invitado a tu mesa, “donde comen dos, comen tres” decía mi abuela, rasgan la piel de la tierra, y la vendan con billetes, mientras sangras ese cemento sin tener muy claro cuál es el precio que te hacen pagar por ello.
Y, de esta forma, solo le salen las cuentas al cacique de turno. Así son los caminos de mi pueblo. Así es «El Cártel del Asfalto«.