El disfraz de Momo
Con las prisas no sé dónde he puesto la careta y he salido desnudo a la calle. Malditos hombres grises, empeñados en arrebatarme el poco tiempo que me queda. Como si toda una vida diera para poco más que un último aliento.
Antes de ellos el tiempo se media en una mirada, en una caricia, en una conversación a medias o en un silencio compartido donde no es necesario hablar, simplemente escuchar.
Antes de que llegaran, las estaciones iban y venían de la mano de una hoja seca descolgada de una rama rota, de la mano del viento Sur con su humor cambiante, de la mano de un copo de nieve recogido en la yema del dedo con el que señalabas una bandada de aves frías zarandeada por el viento.
Antes de ellos el tiempo no perdía el tiempo, porque nada era más importante que cada momento.
Antes de ellos teníamos tiempo de sobra para perderlo sin sentir dolor alguno por la pérdida.
Malditos hombres grises con sus cielos grises, sus trajes grises, sus miradas grises y sus oscuras intenciones.
Nos convencieron de lo importante que era no malgastar el tiempo, de no invertirlo en tonterías, de sacarle el máximo provecho posible. Nos pusieron contadores del tiempo en la cuenca de nuestros ojos. Les mirábamos absortos, sin pestañear.
Cuanto más tiempo ahorrásemos, de más tiempo dispondríamos en el futuro, más tiempo podríamos dedicar a hacer realidad nuestros sueños. Invertimos nuestro tiempo en un fondo de relojes de arena a interés variable en función de los pronósticos del tiempo.
Como no entendíamos de varas e isobaras, ni de frentes de bajas o altas presiones, decidimos confiar en “los hombres del Tiempo”. Así, obsesionados con ahorrar más y más tiempo, nos olvidamos de vivir.
Y preocupados, por no aprovechar bien el tiempo, nos olvidamos de mirar. Ya no había tiempo para mirar, para soñar, ni siquiera teníamos tiempo para dormir.
Los contadores, que llevábamos incrustados, porque estaban de “moda”, se convirtieron en imprescindibles, en una parte más de nuestro cuerpo. Nuevas córneas de última generación empezaron a venderse en cada esquina. Los escaparates estaban llenos de globos oculares de todas las formas y colores. En cada uno de ellos se podía leer: “Te graduamos la vista. Solo verás lo que quieras ver”.
Pero, cada vez que pestañeamos, cada vez que mirábamos algo, nos pasan factura. Y empezamos a endeudarnos, a pedirles préstamos a largo plazo a los hombres de gris. Hipotecamos nuestras miradas en bancos de mirada única. Llegó a costar tanto mirar que muchos de nosotros comenzamos a llorar lágrimas de sangre. Y aun así era un pago insuficiente.
Por lo que algunos decidieron cerrar los ojos a todo lo que les rodeaba. Y así dejamos de ver. Y empezamos a mirar para otro lado. Incluso hubo quienes, en su exagerado empeño por ahorrar, se quedaron ciegos. Aún no sé cómo no nos dimos cuenta de que cuanto más tiempo ahorrábamos menos tiempo nos quedaba.
Los hombres grises eran cada vez más grises y nuestro tiempo les daba la vida mientras nosotros la perdemos con cada mirada perdida. Esnifaban nuestro tiempo sobre tarjetas black color democracia.
Una raya por los diez mil niños refugiados muertos, otra raya más por el terrorismo machista, otra por los muertos de hambre, otra por los desahucios, por los inmigrantes explotados, por las colas de paro, por Charlie Hebdo, o por nuestro vecino al que ya ni saludamos al cruzarnos por las escaleras: -¿has escuchado al hombre del tiempo? Ya no acierta nunca ¿eh? -Lo siento, no tengo tiempo, contesta sin levantar la vista de tu nuevo reloj analógico. Y lo ves alejarse dando saltos a través del espejo. Una última raya por Los Nadie en cada una de sus formas y disfraces.
¿Qué miras? ¿es que acaso tengo “momos” en la cara? Le digo a la careta sin goma que me encuentro nada más atravesar el portal. Sin la careta me cuesta más fingir y representar el papel en este teatro del absurdo. Aunque sin la careta, por fin, vuelvo a verlo todo mucho más claro.
Quizás todos los días es carnaval y salimos a la calle escondidos tras las caretas de una rutina hecha de tiempos entre costuras. Quizás a base de puntadas con hilos de alambre se cosen vallas de concertinas a nuestros ojos y los convierten en ojos ciegos, para una hora que no existe.
Quizás solo sea un titiritero que “desde abajo”, y a través del arte, intenta cuestionar el orden de las cosas en este mundo desordenado y puesto patas arriba por tantos hombres grises que nos obligan a vestir de negro. Eso sí, tan apto o tan poco apto para menores como la misma sociedad en la que viven. Que cada cual haga sus cuentas. Los hombres grises ya lo hacen. Y siempre gana la banca. Por eso cada vez te cuesta más respirar.
Y quizás escriba “Gora Momo” y no sea detenido, incomunicado y sin fianza, por enaltecimiento del terrorismo. Pero es carnaval, y nada es lo que parece ¿O sí?