El refugio de la solidaridad
«La filosofía es su propia época captada en el pensamiento» o «Todos somos hijos de nuestro tiempo “afirmaba e filósofo alemán Georg Friedrich Wilhelm Hegel. Y estos son los tiempos que nos han tocado vivir y pensar. Una época en la que todas las certezas parecen diluirse, donde los grandes metarrelatos se ven cuestionados y rebatidos por la inmediatez de los acontecimientos.
La caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría descongeló conflictos latentes, ocultos durante décadas y silenciados a golpe de conmigo o contra mí.
Nuevos actores políticos emergían sobre un tablero donde las piezas empezaban a dudar si existía el lado de los buenos.
Del otro lado, los valores ilustrados de una democracia cada vez más cuestionada por su incapacidad de dar respuesta a los propios principios universales sobre los que se fundó: Libertad, Igualdad y Fraternidad reducidas a un selecto club que se reserva el derecho de admisión.
Lo que empezaba como una grieta en el otro lado del muro puede acabar en una crisis de legitimidad ante cada nuevo desafío histórico si solo se ponen tiritas sobre una herida que se desangra.
El llamado 15M, cuyo elemento aglutinador era una Indignación compartida desde diferentes miradas de rechazo ante una promesa incumplida, fue probablemente un nuevo despertar generacional.
“Lo llaman democracia y no lo es” y “No nos representan” podían ser eslóganes nacidos de una cultura política de anuncio, pero resumían con extraordinaria lucidez el desencanto de una sociedad que ve como su burbuja de cristal corre el riesgo de estallar en pedazos.
Un movimiento con eco en diferentes lugares del mundo. Un efecto mariposa que parecía hacer temblar regímenes autoritarios en una primavera demasiado corta para florecer. Solo flores muertas. Las más recientes se amontonan en nuestras fronteras como ofrendas a la Indiferencia, adornando coronas para ataúdes de mar y patera. En Tratados de la Vergüenza.
Decía Theodor Adorno que escribir poesía después de Auswitchz era un acto de barbarie. Existen pocas formas de explicar mejor el fracaso de un ideal encerrado tras las alambradas de campos de concentración, en cámaras de gas y exterminio.
La superioridad convertida en dogma y, de su mano, la ética de la justificación y la semilla la indiferencia. Una espiral del silencio, en palabras de la socióloga alemana Elisabeth Noelle Newman, que hizo corresponsable a toda una sociedad.
Pero, frente a esa mayoría impasible, hubo quienes alzaron la voz. Personas que se negaron a ser ese “idiota moral”, de Norbet Bilbeny, que se deja arrastrar por la dictadura de la mayoría, o por esa “ceguera moral”, a la que Zygmund Bauman y Leonidas Donskis se refieren, haciéndonos insensibles al sufrimiento de los demás, encerrados en nuestra distopía consumista.
Porque si, como dice Bauman, vivimos y pensamos en una “Modernidad Líquida”, una época frágil e inestable, donde los acuerdos cambian en función de unas circunstancias volubles, nuestra democracia corre el riesgo de perderse por el desagüe de la historia.
De mutar en un simulacro –de parece pero no es- en el que las “identidades refugio”, identidades grupales donde guarecerse del frío de una individualidad convertida en individualismo y basadas en la demonización y criminalización del diferente, se hagan hueco en este mar revuelto de pescadores en red. Las Comunidades Imaginadas de Benedict Anderson, replegadas sobre sí mismas y reservándose sus propios derechos de admisión. Levantando sus propias alambradas sobre refugiados del miedo.
Frente a ese vértigo existencial, nuevas formas de movilización social, de solidaridad, nacen de esa virtualidad despersonalizadora, que el propio Bauman denuncia, e imaginan una comunidad diferente. Personas anónimas, desconocidos, empiezan a tejer redes de solidaridad a través de hechos concretos. Una llamada de auxilio, entre tantas llamadas de auxilio que se quedan sin respuesta.
La ola de solidaridad iniciada por Fátima Figuero, con su campaña de recogida para los refugiados, muestra que la sociedad civil aún no ha muerto. Se moviliza, teje redes reales a través de las virtuales, toma conciencia, haciendo camino al andar, sin más fronteras que su latido solidario.
Una forma de movilización ciudadana que rompe con los esquemas tradicionales de los movimientos sociales sujetos a estructuras y militancias. Que coge con el pie cambiado a los agentes sociales e institucionales, yendo varios pasos por delante.
Una nueva forma de participación, aparentemente líquida, que se presenta como la parte más esperanzadora de esta Modernidad, con sus propias dinámicas y posibilidades.
La otra cara de un supraindividualismo que se rebela contra sí mismo y contra quien lo quiere utilizar como parte de una mayoría silenciosa a la que nunca se pregunta.
El individuo se rebela y muestra que con un gesto se pueden cambiar las cosas, sin necesidad de comprar “packs ideológicos” cerrados, adquiriendo su propia forma de pensar la realidad mediante el compromiso surgido de una acción concreta.
Y demuestra que, pese a tantas dificultades y contradicciones que llevamos en la mochila, solo es cuestión de voluntad. Quizás, esta era fragmentada traiga un cambio de paradigma pensado a partir de un nuevo sujeto político: El individuo asociado bajo la ética de la Solidaridad. Ojalá.