Atrapados en un cuerpo desobediente
Cada 11 de abril se celebra el Día Mundial del Párkinson, una efemérides destinada a concienciar a la población de esta dolencia sobre la que aún hay muchos desconocimiento.
El primero en describir esta dura enfermedad fue el médico que le puso su nombre, el doctor James Párkinson, hace casi 200 años, en 1817. Fue él quien le puso el nombre que ostenta actualmente.
Se trata de un proceso crónico que tiene su origen en la degeneración y muerte de las neuronas. Es la segunda enfermedad neurodegenerativa más frecuente en España, y la cuarta a nivel mundial.En nuestro país la sufren unas 150.000 personas frente a las 600.000 que tienen Alzheimer (la más común). Pese a esto, la mayoría de la población aún tiene pocas nociones de los síntomas, procesos y tratamientos que conlleva.
Yo la conozco por experiencia familiar, así que disculpadme que me salte los parámetros habituales del periodismo, deje de hablar de datos genéricos y me acerque al tema de forma más personal y menos informativa.
Mi abuelo, Antonio, la sufrió durante quince años. Él tenía 62 años cuando comenzó con los primeros síntomas, lo que significa que estaba dentro del rango de edad más común que va entre los 40 y a los 70 años.
Lo que más se conoce del Párkinson probablemente sean los temblores, pero él y muchos no comenzaron así. Sus primeros síntomas fueron de nerviosismo, cansancio, alteración de los nervios y del sueño… En el primer reconocimiento lo consideraron un caso claro de depresión, por lo que fue enviado a la Sección de Psiquiatría del Hospital Marqués de Valdecilla. He de decir que se trataba del año 1984 y la enfermedad era aún menos común que hoy en día.
Tras tres años medicándose para la enfermedad incorrecta, entonces sí, llegaron los temblores. Empezó con la mano derecha, y su médico de cabecera insistía en que debían verle en el Departamento de Neurología, uno de los más recientes en Cantabria en aquellos años.
Pese a su insistencia, los volantes que mandaba seguían remitiéndose al Departamento de Psiquiatría. Solo un buen golpe sobre la mesa consiguió que a mi abuelo por fin le atendiera el especialista adecuado.
Ya era 1989, y al entrar por la puerta mi abuelo fue recibido con un: “¡Qué ganas tenía de ver por aquí a este señor!”. Sí, casualidades de la vida, su médico, el Doctor Pascual (actual director gerente de Valdecilla y una eminencia en la rama de Neurología) residía en nuestro mismo pueblo y le había visto varias veces paseando por la calle.
Quienes tengan familiares con Párkinson sabrán distinguir su característico modo de caminar, con pasos pequeños, rápidos y a trompicones. Por eso el doctor Pascual supo distinguir enseguida la enfermedad y llegar a la conclusión de que mi abuelo estaba siendo mal medicado.
Ahí, gracias a él, comenzó la etapa en que más calidad de vida tuvo, al menos por unos años. Como la enfermedad ya estaba avanzada poco se podía hacer para remitir el agravamiento del Párkinson, pero al menos se consiguió frenar considerablemente su avance.
Para entonces él ya contaba con las tres características más evidentes visualmente de los pacientes de esta enfermedad neuronal: Temblores incontrolados (sobre todo en momentos de reposo), dificultad para controlar los movimientos musculares o caminar correctamente, y falta de expresión en la cara (por ejemplo les cuesta mantener la boca cerrada).
Si hay algo que diferencia el Párkinson y el Alzheimer es la falta de demencia en el primero, al menos en la mayoría de los casos. Mi abuelo era plenamente consciente de lo que le ocurría. Era un hombre con la mente lúcida atrapado en un cuerpo enfermo. Yo, que he vivido ambas experiencias de cerca, casi lamento más su situación. Es más agónica y requiere mucha más fuerza mental.
Los enfermos de Párkinson son conscientes de que a veces no pueden andar, u otras cuando caminan no pueden parar. Y luego están las crisis, que se suelen denominar ‘Hipocinesia’. Son periodos de tiempo, que pueden ir de unos minutos a un par de horas, en que el enfermo no consigue moverse por mucho que lo intente. El cerebro no da correctamente la orden a los músculos y ellos se quedan paralizados, sin más opción que esperar.
En el caso de mi abuelo, he de decir que sí derivó en demencia, aunque solo durante sus últimos meses de vida. Algo que, por cierto, la familia agradeció. No hay nada más triste que una persona sea plenamente consciente de que se está consumiendo poco a poco.
La sociedad aún está muy poco concienciada con el Párkinson, por lo que no es raro encontrarse con miradas extrañadas y a veces incluso burlonas, o la incomprensión cuando estas personas actúan o se mueven de manera más lenta. Al contrario de lo que popularmente se cree, ellos no olvidan cosas como leer, escribir, contar, o jugar a las cartas. Solo van más despacio, tardan más en reaccionar. De hecho, mi abuelo no se perdió ni una de sus habituales partidas de cartas hasta pocos meses antes de morir.
También debemos recordar que las enfermedades neurodegenerativas son el futuro de las generaciones jóvenes. Lo alertan los médicos, las asociaciones de familiares de enfermos, y los propios científicos. Antes o después la mayoría de nosotros acabaremos con demencia, ya sea por el aumento de esperanza de vida o por el consumo continuado de algunos productos nocivos para nuestra salud. Por eso deberíamos abrir nuestra mente y, sobre todo, nuestra empatía, a este tipo de enfermedades que no están tan lejos de nosotros.