Pasaje seguro, en el campus
“Los alumnos deben ir a clase a discutir, a preguntar, a meterse bien todos en camisa de once varas, a poner en apuros al maestro.” (Giner de los Ríos).
Esta cita bien podría ser el termómetro para medir el papel que la educación tiene en la sociedad, y más concretamente la Universidad como penúltimo escalón en ese camino hacia la formación de personas libres y críticas con capacidad de analizar la realidad de la que participan, de aportar soluciones, de continuar haciendo preguntas.
No es nuevo el debate en torno al papel que la Universidad debe tener dentro de la sociedad.
Como facilitadora de herramientas que permitan encajar las piezas en el engranaje creado o como medio de transformación para construir nuevas arquitecturas que intenten dar respuestas a los desafíos surgidos de un Fin de la Historia convertido en rompe-cabezas.
Afrontar los retos de una globalización que aún somos incapaces de entender, y de asimilar, en un solo “click”.
Pasar por la universidad no significa necesariamente que la universidad pase por ti. Tener la posibilidad del saber al alcance de tu verbo tampoco significa que lo utilices para alzar la voz.
Conocimiento, sabiduría y espíritu crítico no siempre han ido de la mano.
“Transformad esas antiguas aulas (…) símbolos perdurables de la uniformidad y del tedio. Romped esas enormes masas de alumnos, por necesidad constreñidas a oír pasivamente una lección o a alternar en un interrogatorio de memoria (…) Sustituid en torno del profesor a todos esos elementos clásicos por escolares activos que piensan, que hablan, que discuten, que se mueven, que están vivos, (…) Vedlos excitados por su propia espontánea iniciativa, por la conciencia de sí mismos, porque sienten ya que son algo en el mundo y que no es pecado tener individualidad y ser hombres.” (El espíritu de La Institución Libre de Enseñanza, 1876-1936)
Palabras quizás un poco más allá del guion para una entrevista de trabajo, Wikipedia o del buscador de Google.
Un modelo educativo que surgía como respuesta al “decreto Orovio” de Cánovas -en 1875- por el que suprimía la libertad de cátedra en aquellos casos que contradijera el “dogma de fe”.
El saber supeditado al Dogma parece ser una constante, que impide que se cumpla la máxima Socrática de hacernos libres, impidiéndonos salir de una nueva jaula de hierro weberiana, tan racional y cuadriculada que no nos deja espacio para imaginación transformadora alguna -desde Kant hasta el graffitero de mi barrio- relegándonos a ser solo notarios de una vida que pasa mientras nosotros hacemos otros planes. Imagina que diría Lenon….
Y es que nuevos dogmas sustituyen a los antiguos o se disfrazan de gatopardo para que todo siga más o menos igual. Dios contrata como profesor asociado a los Mercados (El último contrato se llama Bolonia) mientras “los refugiados” sangran el estigma de los pecados ajenos.
Sin embargo, el estudiante, sea cual sea su “escuela”, siempre ha sentido la necesidad de rebelarse contra el dogmatismo.
Y siempre han habido “gotas que han colmado el vaso” sacándonos de ese letargo aprehendido bajo el catecismo de las once varas. Ahora llueve en la frontera de Europa.
Así, durante el franquismo, una de tantas, fue la condena de cárcel a Sánchez Albornoz y Manuel Lamana, acusados de pintar en la fachada de la facultad de Filosofía un lema imborrable -escrito con nitrato de plata- que decía “¡Viva La Universidad Libre! ¡Abajo el fascismo! ¡Libertad!”.
O el intento del régimen de apropiarse de la figura de Ortega y Gasset, tras su muerte en octubre de 1955, cuya respuesta evidenció la existencia de un movimiento estudiantil vivo y activo capaz de ir más allá del Título de Licenciado.
Décadas de estado del bienestar, como distopía auto-cumplida de democracia liberal, fueron perfilando, a golpe de términos como tasa de paro juvenil, especialización, competitividad, liberalización del mercado laboral, entre otras, ese “sé práctica y estudia algo con salida”. ¿Hacia dónde? …
Atrás quedarían el No a la OTAN y el posterior NO a la Guerra, todos ellos resucitados en un 15M nostálgico de un pasado que quizás nunca existió como lo habíamos imaginado, pero que buscaba, a su manera, decir otra vez abajo el fascismo, -se vista como se vista-, frente a esa dictadura de los mercados contra la que cuesta más rebelarse, porque no se ve tan nítida como la figura del caudillo.
Es la fotografía de nuestros días desenfocada por el “selfie” de un atentando a las puertas de un libro-cara en el que “compartir” es cada vez más sinónimo de “vender”.
Pero el “eterno estudiante” no se da por vencido, y aún hay quien se niega a verse reducido a memorizador y ejecutor de datos, como si de una aplicación más del móvil se tratara. Porque, sin olvidar que “preguntar no es delito”, levantar la voz por quienes se le ha sido negada, es más necesario que nunca. Es, cuando menos, una de las once varas donde meterse.
El grupo de Pasaje Seguro surgido en la UC es esa parte irrenunciable de la universidad que aún cree posible albergar conocimiento, saber y espíritu crítico y así evitar convertirnos en meros “emoticonos”. Gracias.