La vara de medir
–Y mientras un joven en Santander es identificado, con riesgo de ser multado, por una acción simbólica y no violenta en la Delegación del Gobierno, en Madrid cientos de neonazis se manifiestan al grito de «Españoles sí, refugiados no”, “Viva Franco, Viva Hitler”, bajo el lema: “Defiende a España, defiende a tu gente”.-
“Las grandes cosas no se hacen sólo impulsivamente, sino a base de muchas pequeñas cosas, encadenadas y reunidas en una sola.”
De esta forma el pintor que supuestamente vendió solo un cuadro en vida (El viñedo rojo cerca de Arlés) explicaba la importancia de cada pincelada, de cada gesto que la acompaña, de cada impulso, de cada movimiento. Cada una de ellas formará parte del cuadro. Cada una de ellas no podría entenderse sin la emoción que la acompaña. Y su importancia, quizás, no será reconocida hasta mucho después de exhalar el último aliento.
Cada una de ellas adquiere personalidad propia cuando nos fijamos en los matices pero, de la misma manera, sería difícil entenderlas sino fueran acompañadas de una complicidad transformadora, de una inquietud compartida, de cierta “necesidad del otro” que de sentido a ese primer impulso. Un intento de mostrar algo más de lo que vemos a simple vista. De trasladarnos la sensación de quien mira. Un intento de mostrarnos la radiografía de los sentimientos. Lo que late detrás de cada latido.
Cuando Vicent Van Gogh llegó a París, en 1886, lo hizo con la esperanza de encontrarse con personas con una sensibilidad social similar a la suya, con artistas cuyas inquietudes fueran más allá de ser meros espejos de una realidad que para él estaba impregnada de emociones y, por lo tanto, tenía que ser interpretada a través del color, de la pincelada abierta, cada vez menos delimitada, más libre, deliberadamente libre. Sin embargo, se encontró con que en los círculos artísticos no interesaba ya la realidad social.
Pese a ello, se resistía a abandonar los temas sociales: en los girasoles, los cafés, el cartero Roulin, en sus zapatos y en sus campos de trigales subyace el grito social de un desposeído, de un rechazado de la sociedad. Sigue creyendo que la pintura es acción y lucha. ¿Cómo plasmar una naturaleza aséptica si él la está sintiendo en sus propias carnes? ¿Cómo acotar el trazo hacia una realidad que a su vez le margina, le excluye con sus límites, sus fronteras, sus vallas de concertinas? De ninguna otra manera podría expresar esa angustia expresiva que le acompañaba en cada una de sus pinceladas.
Con cada una de ellas aspiraba a crear un arte nuevo. No el arte de un individuo aislado, incomunicado y autorreferencial, sino el «de grupos de –hombres- que se junten para realizar una idea común«. ¿No resulta familiar?
En una de sus obras más significativas “Los comedores de patatas” se puede apreciar su necesidad de mostrar la honestidad de unas gentes que se ganan el pan con el sudor de su frente. La dignidad de personas humildes en una atmósfera donde la luz queda reducida a la misma necesidad. Una penumbra tras la que esconder los sinsabores de la vida.
Y es que el arte como metáfora de la cotidianidad en la que vivimos inmersos posee el potencial de sintetizar de manera atemporal realidades y situaciones concretas. Pequeñas historias salpicadas sobre ese lienzo rasgado del día a día.
Una familia sentada alrededor de la mesa de la cocina, alumbrados por una bombilla que parpadea a punto de fundirse. Otro corte de luz. Enciende una vela para alumbrar las facturas. La abuela pelando patatas para hacer una tortilla. El móvil, apagado sobre la mesa, cansado de recibir tantos mensajes en un buzón de voz saturado de silencios. Otro desahucio a las puertas de la madrugada. No queda otra que acampar en la Porticada. Pinceladas de una realidad sublimada entre sacos de dormir.
Una tienda de campaña, acompaña a la anterior en un cuadro cargado de impresiones. Personas anónimas, encadenadas a una idea; defender esa DIGNIDAD que les pertenece por derecho propio. Una dignidad expuesta a miradas de incomprensión, de reprobación, de indiferencia. La dignidad de quien ha trabajado toda la vida para formar parte de un sistema que le vuelve la espalda en el momento que piden simplemente justicia. No caridad, sino JUSTICIA. No compasión, sino JUSTICIA. Y cada hora que siguen acampados es una pincelada de indiferencia para un cuadro donde, poco a poco, van quedando retratados mercaderes de la usura, vendedores de humo y negociadores con las papeletas marcadas.
En una semana donde la entrada a los museos es gratuita el arte se rebela en la calle a golpe de un realismo social que va más allá de los “marcos” establecidos por Leyes Mordaza. A lo lejos se escucha el grito mudo del pasacalle amordazado:
“No pedimos que nos perdonen por haber arriesgado nuestros sueldos y puestos de trabajo, nuestra seguridad e integridad física, por lo que estamos sufriendo. Ni clemencia ni indultos, sino que reclamamos y exigimos justicia social”.
Y mientras un joven en Santander es identificado, con riesgo de ser multado, por una acción simbólica y no violenta en la delegación del gobierno, en Madrid cientos de neonazis se manifiestan al grito de «Españoles sí, refugiados no”, “Viva Franco, Viva Hitler”, bajo el lema: “Defiende a España, defiende a tu gente”.
Pinceladas de una cotidianidad donde la vara de medir parece incapaz de cogerle la medida a la democracia, golpeándola donde más la duele.
Vaya cuadro…