La ruta del salmón
“Que no soy un artista de cine” decía, medio incómodo, medio molesto, Julio Anguita en un acto electoral de Unidos Podemos. Quizás porque anticipa el riesgo de que la política, y por extensión la propia democracia, se estén convirtiendo en un espectáculo. En un toma y daca de “zascas” virtuales a golpe de 140 caracteres, de “selfies” a la salida de los colegios electorales, que se repiten hasta dar con la pose más auténtica, o de réplicas y contra-réplicas en platós de televisión como si fueran posmodernas ágoras para el debate público.
Y, entre las bambalinas del espectáculo, la caja registradora del mercado. Y, sin embargo, si nadie te ve, nadie sabe que existes. Más madera, que diría el otro Marx (Groucho).
Y así, casi un siglo desde que Duchamp elevara a la categoría de arte un inodoro, aparece el rostro con la boca abierta de Donald Trump acompañando los bidés de un baño parisino.
La imagen no puede ser más ilustrativa, no solo del personaje, sino del auge de los discursos xenófobos y ultranacionalistas en un contexto de crisis económica y valores cívico democráticos, donde el neofascismo se diluye en la cotidianidad como un azucarillo en agua corriente. Es la deriva de la democracia si la dejamos en manos del discurso fácil y maniqueo que criminaliza al disidente, que culpabiliza a quien está más allá de sus fronteras –reales o imaginarias-.
Es el “Brexit” como salida de emergencia a un edificio en ruinas con la carcasa cubierta de papel moneda y Austericidio y el corazón hecho de miedo y desmemoria, de rechazo al diferente.
Donde el inmigrante es presentado como la amenaza de perder lo poco que nos queda. Proyectos y procesos de construcción e integración política que ven tambalearse los cimientos, sobre los que dijeron construirse, sin saber si eran reales o sólo castillos en el aire dentro de burbujas inmobiliarias.
La libre circulación de capitales atropella a las personas refugiadas, a los migrantes que cruzan la línea. Porque el hambre, la guerra o la persecución, de cualquier tipo, no saben de murallas ni de fronteras –reales o imaginarias-. Y así, el penúltimo dispara al último sin mirar quien les pisa, una y otra vez, para ir el primero en una carrera al borde del precipicio. Y la meta es una caída al vacío.
Quizás no seamos verdaderamente conscientes o, quizás, nos han educado en creer que la democracia solo se ejerce en una urna y, por lo general, cada cuatro años.
Sin embargo, conscientes o no, votamos con cada decisión que tomamos en nuestro día a día. Ejercemos un derecho a decidir, donde como individuos somos su máximo exponente, en ese plebiscito diario de democracia directa llena de contradicciones. De (in)certidumbres a las que nos aferramos como dogmas de fe y también de barrotes que nos encierran –reales e imaginarios-.
Porque cuando sobre el cadalso la coherencia es un valor añadido el verdugo lo tiene fácil. Solo tiene que dejar caer el filo del hacha sobre tu cuello y sonreír:-Yo solo cumplo las normas, murmura mientras mete tu cabeza en un caldero. Tus ojos no dan crédito. No te dio tiempo a pestañear y por eso permanecerán siempre abiertos.
Y quizás sea esa la clave; si naces y te crías en el matadero parecería inevitable que aceptes la lógica del verdugo. Pero cuando te salpica la sangre, cuando sientes su púrpura arañazo, cuando te llega el olor de las tripas al revolverse… En ese momento te planteas hasta qué punto esa coherencia es merecedora de admiración. Entonces eres consciente de que no es tan fácil nadar contracorriente. Pero también, de la misma manera, te das cuenta de que es la única forma de avanzar. Aunque te llamen loca. Es la ruta del salmón.
Hay quien dice que los locos son esos “inadaptados que se rebelan contra el orden de las cosas porque han sido incapaces de aceptarlo completamente”. Como si algo latiera en ellos para advertirles de que algo no encaja. Como el “deja vu” ante un olvido inducido que te recuerda que “los hechos no dejan de existir porque se les ignore” (Aldous Huxley).
Como si nunca hubiera existido. Y al olvidarlo, olvidamos que debíamos recuperarlo, salir en su busca. Nos conformamos porque no existía el vacío de la ausencia. Pero, a veces, como si de una nostalgia mal diagnosticada se tratara, ese vacío vuelve. Y no podemos llenarlo. Ni las pastillas, ni las compras o los polvos rápidos (con prisa). Ni las vacaciones, las cenas, lo viajes. Ni los regalos o las últimas novedades pueden aplacar ese agujero en el estómago. Es como si la medicación no surtiera efecto y aunque ya nadie vuele sobre el nido del cuco sentimos que alguien voló, que algo pasó antes de que solo se escuchara Silencio.
Mientras tanto, Sor-passo, con el hábito rasgado, continúa su martirologio en la cofradía del miedo fiel al voto útil y atrapada en un templo lleno de mercaderes, que se reservan el derecho de admisión, a los que poco les importa que el cielo exista o no. Se lo venden al mejor postor.