Tradiciones Hinchables
(Vicente Gutiérez, de LA ESCOMBRERA HABITADA)
Me entero, entristecido, de que Tanos ha utilizado este año ridículos toros hinchables en sus encierros y de que una vulgar carretilla de pirotecnia ha sustituido al popular toro de fuego. En Santillana del Mar tres cuartos de lo mismo. También este año el PP se vio obligado a retirar la subvención del Ayuntamiento de Santander a la feria de toros (Al parecer, el consistorio aportó a la última edición de la Feria de Santiago 225.000 euros para evitar que la empresa municipal entrara en déficit). Aunque el alcalde ha dicho ya que lo va a proponer como Bien de Interés Cultural para poder volver a subvencionarlo con el dinero de todos.
Yo, que no voy a los toros, reconozco ver en esa fiesta una suerte de ceremonia que trasciende costumbres y tradiciones.
El culto al toro, que va más allá de cualquier confusa idea de españolidad, habría que situarlo muy atrás. Tal espectáculo ritual enlaza con los extinguidos uros que arrojaban a la arena del circo para su captura y muerte en esa barbarie organizada que se dio en llamar Imperio Romano.
Al dios Mitra, aferrado a los cuernos del toro primordial, un emisario del Sol le avisa de que debe sacrificarlo, y este clava su cuchillo en su flanco. Más allá del culto céltico del toro, del toro íbero y de las atroces matanzas de las Saturnales griegas y romanas, el sacrificio del toro enlaza con olvidados rituales neolíticos y cosmogonías iranias.
En la mitología irania, Ahmira, el dios del mal, sacrifica a un toro de cuyos trozos sangrientos nacerán todos los seres del universo.
He ahí el principio generador que la muchedumbre, en un plano inconsciente, recrea en cada corrida. He ahí uno de los pocos posos residuales de primitivismo y espiritualidad que aún perviven en nosotros, tratando de activar el guerrero que fuimos. Y es difícil encontrar en la Historia una recopilación de martirios y atrocidades más completa, repudiable y maravillosa como la ofrecida en la fiesta de los toros.
El coso es como un gran teatro. Cuando el toro aparece todo vibra. El torero, el sacrificador, parece estar hecho de oro aunque su traje de luces no es lo importante. Hubo ya quien propuso que este torease complemente desnudo y que durante el desarrollo de la corrida subiese al tendido a poseer a una mujer. Después de todo él es en sí mismo una ebullición hipnótica de ritmos, posturas, quejidos y gestos difícil de desentrañar. El toro también. Sendos configuran una confusa transmutación alquímica de crueldad y truculencia en movimiento que esconde algo divino. El sacrificador, humano y litúrgico, es decir, osado y cobarde, se juega la vida; es una anomalía natural. La muchedumbre, sobrecogida por una especie de euforia religiosa, presencia la encarnación de una guerra sostenida en el caos entre dos bestias. La sangre del toro sacrificado va empapando a su verdugo pero también va a filtrarse en la tierra; adquiere destinos geológicos, inextricables.
En la irracionalidad siempre hay algo que se nos escapa. De todos modos, digan lo que digan, desde un punto de vista metafísico, la muerte del toro -o del torero- es una convulsión terrestre necesaria.
Si en lugar de detenerse en su sadismo, en sus formas degeneradas y decadentes (porque tales escabechinas satisfacen un gusto por el sadismo) los animalistas tratasen realmente de comprender que la tauromaquia, por encima de su belleza -ingenua y malvada al mismo tiempo- es el patio en donde todos los asistentes se reencarnan, habrían encontrado la superación de la muerte en la que vemos desprenderse de nosotros, con el peso del plomo, todo resto de humanidad, asco y culpabilidad.
Pero pensemos en los ritos despreciables y ridículos a que el culto al toro ha quedado reducido. La tradición no se conserva; siempre se está inventando, se comunica, se diseña y se sacraliza al antojo de unos pocos. El proceso contrario, su profanación, consistiría en devolverlo al uso común, lo que implica el baño de los asistentes (nuevos iniciados) en la sangre de la bestia sacrificada.
Habría que abastecer al toreo de una nueva visión de la marcialidad, y así recuperar una sabiduría y un poder perdidos. Para lo cual puede ser útil, en vez de recurrir a esa absurda parodia de los toros hinchables, como elemento diferenciador, innovador y de rabiosa actualidad, vestir al toro de un peto cargado de explosivos, que no impida su libre movimiento.
Para el diseño de esta coraza el Ayuntamiento de Santander podría convocar un concurso público en el que un prestigioso jurado decida cuál es la mejor de las propuestas. La función de ese peto explosivo es esencial; tras la estocada el torero y los integrantes de la cuadrilla se alejarán.
El torero, en vez de proceder al descabello, protegido tras el burladero, accionará el detonador haciendo estallar al toro por los aires, reventando su cuerpo en cientos de fragmentos y esparciéndolos en todas direcciones. Para ello será necesario utilizar un explosivo rápido como la dinamita. Los asistentes gritarán enfervorecidos, bañados en una sangre que los purificará a todos por igual, poniéndoles en fraternal comunión. Para aquellos asistentes escrupulosos (las santanderinas que no quieran ver manchados de sangre sus costosos vestidos, por ejemplo) se dispondrá de un inmenso plástico traslúcido que les protegerá de las vísceras que salten por los aires, mientras se tapan la nariz de horror.
Si la fiesta de los toros incorporase modificaciones como esta, estoy seguro de que me convertiría en un aficionado asiduo, dispuesto a pagar lo que haya que pagar por ser partícipe de semejante exhibición de salvajismo.