Extraños llamando a la puerta
“Una vez que abandonaron su país quedaron sin abrigo; una vez que abandonaron su Estado se tornaron apátridas; una vez que se vieron privados de sus derechos humanos, carecieron de derechos y se convirtieron en la escoria de la Tierra” (Hanna Arendt, “Imperialismo”)
Recuerdo los inviernos en el pueblo salpicados de copos de nieve; mañanas blancas con la mirada puesta en el otro lado de un cristal lleno de un vaho donde garabateaba jeroglíficos de niñez. El frío y la ventisca zarandeando el tiempo y curtiendo la piel de quien no le quedaba otra que andar resbalando entre las placas de hielo para dar de comer al ganado, reparar desperfectos de la última estorrengada de nieve o arrancar a paladas el muro blanco que tapiaba la entrada de casa o de la cuadra. Recuerdo a mi abuelo calado hasta los huesos entrar en casa a cambiarse de ropa, comer caliente y volver a poner los callos de la mano al servicio del filo de un viento que cortaba. Y mis pies envueltos en plásticos, amarrados con cuerdas para que no entrara el agua. Recuerdo salir de casa con dos o tres pares de calcetines, el pijama bajo la ropa y un pasamontañas del que solo asomaba una mirada expectante ante las oportunidades abiertas con cada bofetada de viento. Las chimeneas humeando y la leñera con huecos cada vez más grandes porque el temporal se alargaba, pero siempre pasaba.
Recuerdo el frío pero también la calidez del hogar y el agua calentado en cazuelas humeando en la bañera, creando una densa cortina de niebla. Recuerdo las bolas de nieve, las batallas en el prao, con mi hermano, cavando trincheras de infancia. Recuerdo un hogar donde volver, una lumbre donde calentarme, un plato caliente en la mesa y unos zapatos en los que meter mis pies. Recuerdo ir siguiendo las pisadas en la nieve como una pequeña aventura de vuelta a casa. Lo recuerdo todo con esa nostalgia nacida de la certeza de tener una vida, un futuro, un hogar donde sentirse seguro, protegido, a salvo. Construido en una tierra que haces tuya, no porque te pertenezca, sino porque te ha tocado vivirla. Recuerdo unos zapatos en los que meter mis pies para caminar, para dar un paso más, para abrirme camino en la nieve.
Pero la nieve de las personas refugiadas es más fría. Mata. Tras ella no cesa la tiritera. Los dedos se congelan y las caricias se amputan. Los abrazos no se despegan de la valla que les separa de esa nieve que trapeaba mi infancia. El viento corta más porque no encuentra resistencia a su paso y puede estrellarse de bruces contra la piel desnuda de otros pies descalzos, de otro cuerpo muerto –literalmente- de frío. Es otra nieve, es una nieve diferente. Esta nieve cava las tumbas de quienes la reciben con los brazos cerrados por el frío, por no tener un hogar donde volver, una certeza a la que aferrarse, un lugar donde sentirse a salvo. Por no tener unos calcetines, por no tener unos zapatos para poder huir del frío al que están condenados. Por no tener siquiera una oportunidad de futuro.
Esta nieve es diferente; no es una nieve neutra, ni inocente. Sus copos tienen forma de esvástica, del peso muerto de una historia que siempre acaba con los mismos. Su manto blanco se convierte en bandera blanca de una guerra en la que siempre pierden los mismos. Pero no se rinden.
«Y al viajero del tiempo se le congela la sangre cuando ve la misma estampa repetida 80 años antes.»
Y los pies descalzos, llenos de sabañones, desangrados porque no hay camino de vuelta. Volaron en pedazos sus hogares, su pasado, sus certezas. Ahora son “extraños que llaman a nuestras puertas”. “Presagios de malas noticias” (parafraseando a Bertolt Brecht), mostrándonos la fragilidad de unas certezas que, quizás, un día fueron las suyas. Pero la puerta se cierra con alambre de espino y quienes tienen la llave echan el candado. Y quienes no tienen los dedos amputados por el frío no mueven ni un dedo. Ni el frío, ni el viento, ni la nieve, ni el drama de miles de personas parece rozarles la piel. No se les cae la cara de vergUEnza porque haya quienes caminan descalzos mientras ellos tienen los armarios llenos de zapatos que utilizan para darles “la patada”.
Sin embargo aún hay quienes tienden sus manos con la certeza de que servirá no solo para algo, sino que le servirá a Alguien. Y así la nieve pase a formar parte del paisaje de un recuerdo más, y no del último recuerdo.
Es esa necesidad de «hacer algo», de combatir el “fatal destino de convertir la tragedia en la monótona rutina de la normalidad, de consumir ante nuestros ojos el pánico moral que las acompaña, de envolver nuestras conciencias en el velo del Olvido” del que nos habla el recientemente fallecido pensador Zygmunt Bauman.
Porque a esta Modernidad Líquida se le cae el alma y la razón a unos pies congelados. Y si los celadores del Miedo echan el candado, en cada iniciativa está La Llave para que nadie que llame a la puerta sea considerado un extraño. La Llave para reventar los candados.
Nota: La respuesta masiva a iniciativas como la recogida de calzado, llevada a cabo a través de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Cantabria, muestran cómo cada paso cuenta. Y ya llegamos tarde…
#DaunPasoAdelanteParaQueNolesPisen
Esther
Muy buen artículo José, felicitaciones!, mientras leía pensaba , que esa nieve refleja tanto a esa indiferencia que muchas veces tenemos como seres humanos ante estas realidades tan duras, diría que es otro tipo de nieve , tal vez la peor. Creo que el calor de la solidaridad puede derretir y vencer cualquier tipo de nieve. Así que adelante, José, muy bien, y sigue escribiendo, que este tipo de artículo ayuda a despertar conciencia y corazones de mucha gente( y me incluyo) y sobre todo, todo lo bueno que podríamos hacer por otras personas. Ayudando nos ayudamos a combatir la nieve de nuestro corazón , la indiferencia.
Jose
Muchas gracias por tu reflexión Esther, «Ayudando nos ayudamos a combatir la nieve de nuestro corazón , la indiferencia». Que bueno…gracias