Farenheit 451…
“Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía. Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas.”
Así comienza Farenheit 451, la novela distópica de un mundo en el que leer era un acto subversivo, prohibido, revolucionario. Un acto peligroso, porque mediante la lectura podrías pensar que otro mundo es posible, entender por qué hay quien piensa diferente a cómo tú piensas. Porque a través de la lectura puedes conocer y desentramar la madeja de la angustia, de la violencia, de la vida, del desamor. Aproximarte a tantos mundos como historias, a tantas historias como mundos. Porque la lectura transita la epifanía cotidiana y te revela que cada minúscula mota de polvo encierra su propio universo de tonalidades frente a quienes nos presentan la realidad bajo esa dictadura del blanco y negro que te hace desaparecer por el sumidero de la apatía sin que nadie sepa si te mojaste o no. Sin que ni siquiera te importe, porque olvidaste que podías Ser más allá de Existir…
Porque al leer transitamos las huellas de la posibilidad de ese “otro” que nos invita a salir de nosotros mismos. Nada es más revolucionario, y nada es más peligroso para quien se siente cómodo en la narrativa del Silencio. Una forma de olvidar quien hay detrás de cada palabra; de ponerle rostro, sentido. De darle la oportunidad para ser algo más que la imagen deformada de nuestro prejuicio. Porque bajo los trazos de la escritura se esconde el palimpsesto de lo que es, de lo que ha sido. Porque cada libro es un diccionario de vida, de muerte, de seguir buscando. De tantos “tús” como tú quieras. La posibilidad de ponerte un traje diferente y ver cómo te sienta, y ver como lo sientes. El acto democrático de leer, sobre todo, a quien piensa diferente a como una piensa. A quien es diferente a como una es.
“¿Lee alguna vez alguno de los libros que quema? Él se echó a reír. — ¡Está prohibido por la ley —¡Oh! Claro… —Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial”
Así interrogaba, de forma improvisada, Clarisse McClellan, la “extraña” joven de la novela de Ray Bradbury, al bombero Montag. Y quizás ya esté pasando y ni siquiera lo vemos. O lo vemos, pero, como a Montag, nos parezca normal quemar libros. O como a los vecinos de Alonso Quijano al quemar sus libros de caballerias en una hoguera improvisada contra la locura de soñar, de imaginar. O como quienes eliminan la asignatura de Literatura Universal del Bachillerato. Quizás tengan miedo, porque leer es resistir(te) …
Porque como nos recuerda el filósofo Emilio Lledó en su ensayo El Silencio de la Escritura “El tiempo de la vida, el tiempo que vivía en la memoria, iba aplastando esas vivencias en las márgenes del olvido. La escritura fue el gran invento para vencer esa claudicación ante el tiempo”. Y así, mediante la escritura, combatir el Olvido, la desmemoria, luchar contra quienes intentan apagar el fuego de la cultura, del pensamiento, del desasosiego de esa duda que nos permite huir del dogmatismo.
Aprender a leer, para pensar, para sentir, para intentar entender. Aprender a escribir para dudar, para compartir, para salir de ese Yo totalitario que pone fronteras a golpe de ego e intolerancia. Enfrentar, como dice Lledó, esa doble ciudadanía de la que nos hablaba Kant, entre realidad y posibilidad, entre lo que somos y lo que queremos ser:
“Ciudadano de dos mundos, el de la naturaleza y el de la cultura, el hombre se mueve entre la realidad y la posibilidad”.
Y la escritura como artesana del lenguaje, como mediación para interpretar las miradas. La escritura en forma de verso, de historia, de gesto. Y la lectura como diálogo entre diferentes. De quien necesita aprender tanto como respirar, como forma de rebelarse contra tanto slogan, contra tanta filosofía del tuit, contra tanta simplificación de la realidad. Contra tanto Farenheit 451.
Porque, en palabras de Lledó: “Una sociedad que no lee, muere”. Y necesitamos estar más vivos que nunca.
Nota: Esta Semana del Libro nos ofrece una oportunidad de, como Montag, descubrir lo que hay detrás de las palabras. Gracias.