Europa, ¿historia, mito, realidad?
«A pesar de ese proceso de homogeneización, los europeos no se identifican con su continente. Aun aquellos que llevan una vida realmente transnacional, la identificación primaria sigue siendo nacional.»
Así reflexionaba el historiador Eric Hobsbawm en su conferencia de 2008 con motivo de la presidencia rotatoria de la Unión Europea que por aquellas fechas recaía en el estado francés bajo la presidencia de Nicolás Sarkozy. No profundizaba Hobsbawm en los procesos de “desidentificación” con el estado-nación tradicional, cuestionados por las identidades que los configuran.
Un 2008 como comienzo de una crisis, no solo económica, que pondría, de nuevo, en evidencia la debilidad del “proyecto europeo”. La conferencia formaba parte de una serie de actos con el objetivo de rastrear esa identidad europea tan difícil de delimitar geográfica, política, y culturalmente. Pero que, de la misma manera, forma parte de un imaginario histórico y simbólico compartido. En el que, para el historiador británico, sería un anacronismo buscar “un conjunto coherente de valores europeos”.
Un término que desde el s. XVII, con el avance de Austria en los Balcanes, después de 1683, y la llegada al escenario internacional de Rusia, sedienta de modernidad occidental, empieza a coincidir geografía e históricamente con Europa. Pasando a formar parte del discurso político que, por decirlo de alguna manera, daba nombre a un tablero en disputa y que, a su vez, se va construyendo frente a un “otro”, en este caso el llamado “Nuevo mundo colonizado”, trasladando las pugnas por la hegemonía continental a ese nuevo escenario.
Un proyecto, siempre en construcción, que, a lo largo del s. XX, intentará superar dos guerras mundiales bajo la promesa de un futuro común. Que buscará integrar tantos relatos y narrativas, a veces compartidas, otras enfrentadas, de identidades culturales, de construcciones nacionales y políticas, de procesos descolonizadores, de áreas de influencia y Guerra Fría, que mostrarán las contradicciones del modelo de estado nación que, desde el s. XIX, se postulaba como el marco en el que desarrollar los ideales de Igualdad, Libertad y Fraternidad proclamados con la revolución francesa.
Europa cultural, Europa Política, Europa de las naciones, Europa de los pueblos, Europa dividida y enfrentada, Europa como horizonte de convivencia, Europa del Este, Europa de las dos velocidades, Europa del Norte o del Sur. ¿Ilusión de Europa? según el ensayo del también historiador, quizás con un “europeísmo” diferente al de Hobsbawm, Tony Judt que auguraba una vuelta parcial de las naciones estado y no caer en el mito de Europa como solución para todos los problemas. Y que veía, no una, sino muchas Europas y, en ellas, la dificultad de procesos de integración “al otro lado del Muro de Berlín”.
Una idea de “hacer Europa”, para Judt, ya presente desde mediados del siglo XIX, en los «Estados Unidos de Europa» (como propugnó Le Moniteur, un periódico francés de la Segunda República francesa en febrero de 1848) y que retomarán Monet y Schuman en 1951 bajo La Comunidad Europea del Carbón y del Acero con el objetivo de aunar esfuerzos y cooperar para sobrevivir a su propia historia.
Un proceso, para Sami Nair, autor de El desengaño Europeo, surgido desde las élites, que “nunca ha sido verdaderamente democrático, desempeñando el papel de cómodo sustituto de las ideologías de futuro” y que la crisis económica ha destruido dejando un espacio en pugna entre nuevos actores sociales y políticos que culpan a esas élites del fracaso de un proyecto con el que la sociedad civil nunca se ha sentido completamente identificada.
Un modelo de Europa, para Nair, desde 1987 con el Acta Única, pasa por Maastricht (1992) y llega hasta el TECG de 2012 y el Tratado Trasatlántico cuya aprobación supondrá el fin de Europa “como proyecto social, económico, político y cultural”. Y cuya incapacidad de dar otro tipo de respuestas pone de manifiesto la crisis del proyecto, no solo europeo, sino socialdemócrata junto a la hegemonía del modelo neoliberal. Dejando en la cuneta ese horizonte democrático e ilustrado de derechos humanos y ciudadanía universal y encerrándose, cada vez más, en esa jaula de hierro de la que nos hablaba el sociólogo Max Weber, cuyas máximas de eficiencia y racionalización engrasan una maquinaria de progresiva deshumanización que convierte al ser humano en un número más.
Una jaula de hierro, con sus propias jaulas bajo el sesgo de tanto tienes tanto vales, que nos vuelve ciegos a ese cuarto mundo en el que habita la parte de la sociedad que convive con nosotros pero que no lo consiguió. Incapaces de ver a quien tenemos al lado nos cuesta, más aún, reconocer a quienes llaman a la puerta. Y así la maquinaria de los tiempos (pos) modernos tritura inmigrantes, refugiados, y excluidos de todo tipo y condición, bajo la lógica del Austericidio, de tratados de la Vergüenza y de discursos del miedo que busca justificar el odio al diferente. O, aún peor normalizando la barbarie hasta hacernos insensibles a su drama. Por eso, como dice Naïr: “Tendremos cada vez que plantearnos la cuestión de elegir civilización o barbarie”. Y en ese plebiscito cotidiano decidiremos también quienes somos y quiénes queremos ser. En qué Europa vivimos y en qué Europa queremos vivir.