Lazo Azul
“Dejarán las banderas de estar a media asta y las lágrimas se irán secando. Incluso surgirá, otra vez, el chalaneo, la voz hipócrita de patrióticos tramposos. Pero no se olvidará tanta poesía del pueblo. Cuando un simbólico ofertorio de nucas hacia las pistolas vibraba, se hacía verdadera poesía de pueblo. Cuando unos rostros se descubren y solo se disparan abrazos, se hace poesía de pueblo. Cuando un ciudadano siente que la luna son las lágrimas del cielo por tu sangre, es la poesía del pueblo. Cuando una voz colectiva dice a los canallas que no son nada sin pistolas, cuando una consigna concentra en su mensaje tanta verdad y dibuja la desnudez moral y de argumentos tras el abyecto cobijo del terror, ésa es la poesía social del pueblo”
Es parte del artículo que publicaba Javier Elorrieta el 21 de Julio de 1997 en el diario El País tras la ejecución de Miguel Ángel Blanco el 12 de Julio del mismo año. Era la respuesta a “la socialización del terror” que ETA quería imponer como estrategia de polarización y enfrentamiento social para lograr sus objetivos en torno a la lógica de “cuanto peor, mejor”, de su Nosotros frente al Ellos.
Pero que tuvo como resultado una socialización diferente, la del lazo azul como gesto insumiso, la del Aski Da! (BastaYa!) como grito que se rebelaba contra tanto silencio. Es lo que María Jesús Funes Rivas denominaría como el efecto purificador de la escenificación de una tragedia (…) cuya expresión resulta liberadora y que marcaría un punto de inflexión en la respuesta social ante el terrorismo y el imaginario ETArra.
Un imaginario en el que cada vez cabían menos. No cabía Miguel Ángel, ni nadie que estuviera al otro lado de esa frontera imaginaria que ETA iba moviendo, a golpe de asesinato, haciéndola tan real como totalitaria. Por eso tampoco cabía Yoyes, que tras acogerse a la amnistía de 1977 fue asesinada por la banda; ni tantos como ella. Porque quienes se salían del redil y traicionaban el catecismo del hacha y la serpiente eran eliminados.
Es lo que el profesor Martín Alonso denominará “Nosotros del Nosotros”; un catecismo que, como toda liturgia fanatizada, entendía como traición a quien cuestionara ese dogma de fe en el que se había convertido la “liberación del pueblo vasco”. Y en el que el terrorista se veía como una representación moderna del gudari o soldado vasco en cuyas manos estaría el destino de su pueblo. De esta forma quien osara cuestionar los designios de esa autodenominada vanguardia se convertía automáticamente en enemigo. Era señalado.
Y así las calles de Euskadi se llenaron de dianas señalando a los “txakurras” o «perros traidores». Y así hubo quienes dejaron de ser vecinos para ser “objetivos”. Hasta el extremo de ver en un joven concejal de un pueblo llamado Ermua la representación simbólica de una amenaza construida a la medida de su mirada fascista disfrazada de retórica revolucionaria. Y así, quienes decían salvar a un “pueblo” acabaron asesinando a sus vecinos.
Uno de los rasgos del totalitarismo está en la construcción arquetípica de un “otro” bajo lo que Kosselleck considera “conceptos radicalizados del enemigo”. Porque para que haya “helenos” tiene que haber “bárbaros”; para que exista el “ario” hace falta el “judío”, para que haya un “Bien” hay que trazar el perímetro del “Mal”. Y añadiremos: vascos que para serlo necesitan un enemigo. O dicho de otro modo, como nos recuerda Ulrich Beck en su obra “Como los vecinos se convierten en Judíos”:
“El efecto perverso de esta construcción es que el otro se convierte en enemigo (Bauman) y el vecino se convierte en judío (Beck)” (…) De manera general, podemos decir que la categoría del extraño surge de entre las categorías y los estereotipos establecidos del mundo local. Los extraños no encajan dentro del pulcro envase donde deberían encajar, y de aquí viene la extrema irritación. Dicho de otro modo, los extraños son los excluidos realmente de los estereotipos del orden social.”
Y Miguel Ángel y tantos como él, no encajaban en el estereotipo de ETA; eran “extraños”, eran “judíos”. Y cada uno de ellos no merecía vivir porque, para el imaginario terrorista, cada uno de ellos era responsable del sufrimiento de todo un pueblo. Un pueblo cada vez más vacío, porque sus vecinos eran asesinados. Y solo quedaba de él una bandera manchada de sangre inocente.
El Espacio Joven del Ayuntamiento de Santander acogerá hasta el 4 de agosto la exposición ‘De Hipercor a Ermua. El terrorismo de ETA y sus víctimas’, organizada por el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo y la Fundación Víctimas del Terrorismo. Una pedagogía democrática que se vuelve más necesaria que nunca y que necesita de la creación de itinerarios y lugares de memoria para que la sociedad se mire en el espejo de su historia para no repetirla.
En el espejo de las víctimas de la Dictadura franquista, de las víctimas del GAL, de las víctimas del GRAPO, de las víctimas del Terrorismo de Extrema Derecha, de las víctimas de ETA… En definitiva, de las víctimas de quienes se autoproclaman salvadores y se convirtieron en verdugos.