…Y la casa derrumbaré
“Me he despertado a las 8 como si hubiera un temblor de tierra. He visto abrirse las grietas, y no sabía ni qué hacer. Y entonces he llamado a los bomberos y me han dicho que saliera inmediatamente. Después han subido conmigo cuando han llegado y han desalojado el edificio (…) y he visto mi casa reventada totalmente. Y al cabo de unas horas el edificio se ha caído” (Carolina, vecina del edificio derrumbado en la santanderina calle del Sol).
Y bajo el montón escombros yacen amontonados los recuerdos. La nube de polvo acaba siendo la nebulosa de otra madrugada demasiado larga para conciliar el sueño. De otro atardecer rasgado por el grito de una pared que se parte en dos. Y es que es difícil recordar cuando perdemos pedazos de memoria. Porque a veces, quizás siempre, necesitamos anclas que nos fijen al tiempo, huellas lo suficientemente profundas para no olvidar el pie que un día calzamos, las pisadas que nos trajeron hasta donde hoy estamos. Por eso necesitamos pequeños, sencillos tótems del recuerdo a los que acudir cuando la nostalgia dispara, cuando la prisa anticipa el olvido, cuando dejamos de fijarnos en esos pequeños detalles que marcan la diferencia entre un día y el siguiente.
Al margen de quien los posee nadie diría, a simple vista, que tienen algo extraordinario. Demasiado comunes si no nos fijamos en las rozaduras: Una mesa, un libro, una fotografía, una cocina, un imán en la nevera, la sala de estar, el paragüero de la entrada, el cuadro de la habitación, la ropa de temporada que ya no te pones. Y tantas “cosas” que solo serían eso, “cosas” si no fuera por ti. Porque gracias a ti son algo más, son pedazos de vida repartidos entre cuatro paredes. La mesa donde celebrabais su cumpleaños, el libro que te regaló, su fotografía, el sabor de una cocina rebañada con tantas cenas, comidas y desayunos. El olor a café recién hecho esperando a que vuelvas. El imán de la nevera fijado a los polos magnéticos de tus hemisferios, de tus estados de ánimo, de tus idas y venidas, porque siempre está bien tener un lugar donde volver.
Y la sala de “estar”, porque la vida pasa, y hay lugares que se convierten en testigos mudos del “ser”, del “existir”, de “habitar” del “sentir”. Guardadores de esos secretos que solo compartes con quien sabes que nunca te delatará. De cada beso, de cada polvo, de cada abrazo, de cada discusión, de cada hola, de cada adiós. De soledades acompañadas del sonido de tu respiración, del eco de tus pensamientos, del balanceo de tus emociones. De cada reencuentro, de cada despedida, de cada mirar por la ventana para ver pasar la vida. Y siempre un paraguas a mano por si llueve. Y siempre un paraguas a mano por si llueve. Y siempre que llueve escampa, decía mi abuela, aunque hay gotas que mojan más que otras, algunas incluso duelen…
Y, de repente, un día, una grieta en la pared, que se hace más y más grande como el tajo que desgarra sin avisar y te abre en canal en un abrir y cerrar de ojos. Sin apenas darte tiempo a coger lo imprescindible, sales corriendo sin saber hasta dónde se abrirá la herida o si serás capaz de coserla. Y a medida que bajas las escaleras te sangran los recuerdos a borbotones, escuchas el crujido del cemento partir en dos la columna dorsal del edificio. Y un escalofrío te recorre la espalda.
El puntero de la excavadora te taladra la cabeza incapaz de descifrar qué se esconde tras ese maldito martilleo: Y soplaré y soplaré y la casa derrumbaré se oye gritar al lobo, con piel de cordero, a cada brizna de hierba: “Si no das conmigo al principio, no te desanimes. / Si no me encuentras en un lugar, busca en otro. / En algún sitio te estaré esperando” decía Walt Whitman en su poema “Canto a mí mismo”. Pero no es tan sencillo, cuando esa brizna de viento derrumba tu hogar. Una brizna con filo de irregularidades, con filo de negligencia. Con filo de “hasta que no pase una desgracia…”
Y, sin embargo, estás viva y, pese a todo, sigues ahí. Pese a las grietas, de cemento y corazón, de indignación y recuerdos reducidos a escombros. Te salvaste por los pelos, por la suerte, o gracias a dios. Te salvaste y, al pensarlo, te das cuenta de lo frágil que es vivir cuando el lobo protege al rebaño. Cuando solo la suerte decide a qué lado de la puerta estás.
Al otro lado de la puerta, un 8 de diciembre de 2007 en el número 14 de la Calle Cuesta del Hospital en el Cabildo de Arriba, se quedaron Gumersinda Colmenero, Jesús Manuel Gómez Colmenero y Teodoro Monzón Flórez. Porque las desgracias ya pasaron… Y no puede ser solo cuestión de buena o mala suerte que vivas o que mueras. Que, de la noche a la mañana, tus recuerdos acaben bajo los escombros de un edificio derrumbado. Un edificio que solo hace unas horas era tu hogar.
Porque las desgracias ya pasaron y, si no hacemos nada para evitarlo, volverán a pasar…
pepe potamo
Me gusta.
Muchas gracias
JOSE
Muchas gracias a ti Pepe, un abrazo…
Fe
Sabed que este es un dolor colectivo no solo se ha caído la casa a los vecinos de la calle del Sol, a mi se me a caído algo por dentro en saber que todos podemos estar expuestos a un tragedia tan tremenda como esta.
No solo somos mirones somos a gente que se nos ha caído la casa también.Un abrazo muy fuerte.
JOSE
Otro para ti Fe, cuanto razón tienes…
María Jesús
GRACIAS, en nombre e mi hermana Carolina, vecina del inmueble y en el de los que hemos vivido con ella este drama. GRACIAS, de corazón.
JOSE
Gracias a vosotras Maria Jesús, y todo el ánimo y el cariño del mundo…