¡Más Europa, que es la guerra!
La caída del Muro de Berlín en los últimos días del mes de noviembre de 1989 confirmó las tesis idealista de la Filosofía hegeliana de la Historia, pero también –y no veamos contradicción donde sólo reside el carácter paradójico que informa la realidad toda y, por tanto, también la realidad histórica, que el marxismo no fue sino un hegelianismo al revés- hizo buenos los presupuestos del materialismo histórico.
Esto no impidió que, a la vez, firmara el desmentido de las predicciones supuestamente inherentes a la interpretación del materialismo dialéctico, no tanto porque las clases y sus luchas no desaparecieran, como porque las relaciones sociales –dicho sea, no sólo en el sentido marxista, sino en toda su amplitud de sentido- ya hacía tiempo que habían hecho dejación de una conciencia revolucionaria y utópica, y no tanto neutralizada con argumentos metafísicos o descaradamente religiosos, mediante el secuestro de sus vidas esgrimiendo la oferta de una existencia mejor en este mundo. Bastaba, y sigue bastando, el empleo de un lenguaje eufemístico para desfigurar una realidad mostrenca.
No hemos salido de la caverna de Platón, sólo que ahora las sombras no son en blanco y negro y las cadenas aprietan tan suavemente que dan gusto.
¿EL FIN DE LA HISTORIA?
Inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín, desde la Secretaría norteamericana de Estado se difundió por el mundo un largo artículo, titulado “El final de la Historia”.
En él, el alto funcionario Fancis Fukuyama se acogía a la interpretación hegeliana de la Historia, cuyo final creyó Hegel haber registrado casi dos siglos antes, tras seguir el rastro del Espíritu que completó su desarrollo y realización en el Estado Prusiano, compendio de todas las libertades, como todo el mundo sabe, con lo que el Espíritu, al fin, descansó, gloriosamente madura, ya, la Historia.
En su devenir enloquecedor, el Espíritu había recobrado la lucidez, mediante una milenaria acumulación de Estado, su expresión máxima en la Historia. Síntesis última, superados todos los conflictos, por la que se recompone el disloque alienador, voluntariamente experimentado por el Espíritu para conocerse dándose a conocer en la Naturaleza y en la Historia. Todo esto estaría muy bien, si no fuera porque no ha cesado la locura y cada día es más el mundo que se rompe, como efecto de la onda expansiva de un Espíritu cargado de metralla.
Consideraba Fukuyama que, siendo acertada, por ajustarse a la realidad de la Historia, la dialéctica espiritualista, sin embargo Hegel se precipitó al celebrar su final. Quedaba aún por superar la última(¿) gran confrontación dialéctica, el conflicto, entonces pendiente, entre el Este y el Oeste.
Es verdad que el Muro fue derribado a golpe de cocacolazos y mcdonalazos y que sus cascotes fueron a caer en los jardines del liberalcapitalismo, que pronto supo incrementar los réditos políticos y económicos que ya le habían rendido excelentes beneficios cuando tanta miseria formaba un bloque cada vez menos compacto, seducido por el señuelo de un Espíritu muy poco espiritual.
El caso es que quedaba aún más Estado que acumular, más provincias que sumar al Imperio, que quizá –seguro- no añadirían, cualitativamente, ni más libertad ni más racionalidad a las escasas de las que tiene a gala presumir, pero que sí lo haría cuantitativamente más grande.
La Razón que, según Hegel, atraviesa la Historia y en la que la Historia se cumple no es otra que la Razón de Estado, en la que se asienta el Espíritu, de la que son depositarios naturales los regímenes políticos autoritarios, y que toman en préstamo, a conveniencia, las formas de organización socio-política democráticas, cuando han de justificar acciones ni siquiera explicables, retrotrayendo al ciudadano a la condición de súbdito. El otro cauce por el que se ha ido hegelianamente encumbrando la Historia, la Libertad, quedó reducida a la libertad de Mercado, de la que no participan más de dos tercios de la Humanidad. De las otras libertades tampoco, claro.
El Imperio ha crecido considerablemente con la incorporación de nuevas provincias a la UE. Que Inglaterra se esté yendo, ya no puede evitar que hayan proliferado las células en su organismo, y ya se sabe lo que suele ocurrir en un organismo cuando las células se amontonan, sobre todo si el tumor maligno ya hace tiempo que viene decomponiendo el organismo y que lo acabará sumiendo en el abismo insalvable que entre el Norte y el Sur ha profundizado la victoria del Oeste sobre el Este, simbolizada en la caída del Muro de Berlín y escenificada en la incorporación de una considerable parte de los económicamente vencidos a la Unión Europea.
No, no se ha producido el final de la Historia, ni el que tan groseramente idealizó Hegel ni el que, a conveniencia quienes mandan, cantó, de modo igual grosero, la lacaya pluma de Fukuyama. Ni se producirá, tampoco el que Marx y Engels pronosticaron tras someter el decurso histórico a un impecable e implacable tratamiento científico.
Pero tendrá su fin el Imperio, como tantos otros finalizaron. Hay síntomas de que ya se ha producido el principio del fin. Que el Emperador y sus pretores promuevan matanzas a ciegas y provoquen venganzas por igual sangrientas, so pretexto de una guerra de civilizaciones que pretende amortiguar la llama con la que el mundo rico abrasa a los mundos pobres, es una máxima señal de alarma. Para el Imperio, claro. No para la Historia.
Y es que la Historia desmiente sistemáticamente todas las interpretaciones que de ella se hacen. Es su prerrogativa. Y su desquite.