La rotura del cuerno de África
Una vez más, las bombas y el horror han vuelto a golpear a lo que a fecha actual, se conoce como un ejemplo de “Estado Débil” (anteriormente denominados “Estados Fallidos”, hasta que se cambió la terminología, por considerarse dicha denominación; peyorativa). Mogadishu, “la tumba del Sha”, capital de Somalia, sufrió el pasado sábado día 14, el peor atentado de su historia.
Tres deflagraciones simultáneas, en la sede del Gobierno Federal, Servicios de Inteligencia del Estado y Bazar, causaron hasta el momento la escalofriante cifra de 330 fallecidos y más de 800 heridos.
¿Cómo se ha llegado a este nivel de brutalidad, tan poco citada en los medios de comunicación occidentales? Sería demasiado extenso, volver la vista hacia atrás, a 1991, cuando tras la caída del régimen híbrido de Mohammed Siad Barre (“socialismo islámico”) el estado general somalí, junto al Consejo Revolucionario, desaparecieron como entidades gobernativas.
No, en este caso, lo correcto será mirar hacia el año 2006. Cuando tras el avance de los conocidos como “Tribunales Islámicos” (similares en la mentalidad al régimen talibán afgano y que optaban por una implementación literal y conservadora de la Shari’a o Ley Islámica) y la toma en un 90% de la capital del estado, el Régimen de Transición Somalí, auspiciado por la ONU, optó por una llamada desesperada a la Organización de Estados Africanos; la cual envió varios “comandos de pacificación”.
Liderando esas tropas de intervención, se encontraba Etiopía, a través de su primer ministro, Meles Zenawi. Lo que no se comentó es que desde 1976, Somalia y Etiopía, se han encontrado en un estado de guerra casi continuado (principalmente, por la región de Ogaden y el conflicto silenciado entre el DERG etíope y el Consejo Revolucionario de Somalia, entre 1977-1988). Por lo que, la intervención etíope, fue vista por la población local, más bien como una ocupación.
Desde los primeros momentos de la misión de la OEA, los militares, se vieron atacados por una ciudadanía ofendida, que derivó inicialmente a protestas en la calle y de ahí a una insurgencia armada, en uno de los países más virulentos del mundo (y donde cada domicilio, dispone de más de un fusil de asalto “para la protección de la familia”).
Finalmente, tras la llegada de Barack Obama en 2009 a la Casa Blanca, se intentó pacificar el país, inicialmente a través de una respuesta política. Ello sería a través de unas elecciones presidenciales en las cuales, los candidatos procedían de todos los ámbitos: Desde estadistas vinculados al Gobierno de Transición, ex señores de la guerra (Hussein Aidid, hijo del antiguo hombre fuerte del país, el general Mohammed Farah Aidid, asesinado en 1996 y organizador de la debacle norteamericana en 1993, en la misión “Reestablecer la Esperanza” y que dio pie a la batalla de Mogadishu, donde 18 marines de EEUU y 1.072 somalíes, perdieron la vida) a ex insurgentes de los Tribunales Islámicos.
Sería uno de estos últimos, Sharif Sheikh Ahmed (que rompería con el movimiento islamista en 2008), el elegido en unos comicios, celebrados en la embajada somalí en Djibouti, debido a la inestabilidad del país. Ahmed, considerado un islamista moderado, ex profesor de Geografía y Lengua Árabe en madrasas de la capital, gozaría de la inyección de capital procedente de organizaciones caritativas indonesias – interesadas en la reconstrucción del país – y sobretodo, del Partido de la Justicia y Desarrollo (AKP) turco, a través del por entonces jefe del ejecutivo de Ankara, Recep Tayyip Erdogan.
Pero Somalia, un país a fecha actual, dividido en tres entidades autónomas y enemistadas entre si (Mogadishu, Somaliland y Puntland), también se vio afectada por la llamada “Primavera Árabe” – si bien no es un país de etnia árabe, pero si de filiación/nexo con dichos estados -.
La corrupción endémica, que no se atajó por parte del ejecutivo nombrado por Ahmed en 2010 – tecnócratas formados en EEUU y Suecia, principalmente – , la inseguridad y el descontento popular por las bajas civiles en el país, debido al uso de drones por parte de la CIA norteamericana, que veía al país como un “Estado Canalla”, auspiciaron el incremento de la insurgencia armada y a la escisión de una organización fundamentalista con respecto a los antiguos Tribunales Islámicos. Su nombre, Al Shaba’ab (“La Juventud”).
Ligada a la rama más virulenta de Al Qaeda (Al Qaeda en la Península Arábiga, nutrida de combatientes de otro estado fallido, Yemen), ha exportado sus ataques a Kenia, Tanzania, Comoros y Etiopía, a las que consideran potencias invasoras, a la para que lacayas de EEUU. Todo ello, junto a la llegada de conversos de origen europeo al país, como muyahidines (“guerreros santos”), principalmente británicos y bosnios. Ninguno de los dos sucesores de Ahmed en la jefatura de estado, han logrado ni la pacificación, ni la reunificación del país en un estado-nación.
El salvaje atentado del pasado sábado, fue una respuesta a los problemas engarzados en el país y sin visos de acabar: Guerra entre clanes, la violencia entre la rama sufí – misticismo musulmán – y los conservadores salafistas, formados en Arabia Saudí, sequías extremas que llevan consigo hambrunas de proporciones abismales, la corrupción rampante y una economía destrozada, que ha dado pie entre otras cosas; al auge de la piratería por la destrucción de la flota pesquera nacional.
Se rompe y desangra el cuerno de África. Y más de un cuarto de siglo después de su deflagración inicial, la sociedad global, no desarrolla una respuesta clara a esta tragedia.