Estado clínico

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Después de haber asistido la noche del viernes a la función de apertura de la 28ª Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, en la mañana del sábado, nada más conectar la radio del coche oí parte de una entrevista, ya empezada, a un músico, cuyo no nombre no llegué a saber, pues al llegar a mi destino, la entrevista continuaba, y durante el trayecto no fue dicho su nombre.

Sí supe que era devoto incondicional de Chopin. Y le escuché decir, no sin exaltación, que, si en un estado de ansiedad o de depresión se siente un impulso creador, no importa la hora del día o de la noche que sea para ponerse manos a la obra hasta acabarla, no a pesar de la depresión, sino precisamente por ella.

Escena de ‘La extinta poética’

Bien podría volverse del revés el verso rilkeano, en la primera elegía de Duino, según el que “la belleza no es nada sino el principio de lo terrible”. Y ese cambio en la relación de los términos es la que pone en escena la Compañía aragonesa “Nueve de nueve” con la obra “La extinta poética”, con la que ha dado comienzo la 28ª Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, el pasado día 3 de noviembre, en la Sala Medicina.

Es autor del texto Eusebio Calonge, y de la dirección es responsable Paco de La Zaranda. Ambos son el alma de una compañía teatral, la jerezana La Zaranda Teatro, a la que en esta ocasión ponen cuerpo un cuadro actoral de diferentes procedencias escénicas, reunidas en “Nueve de nueve”. Una excepción en la larga trayectoria de La Zaranda, con que revalida la excelencia del resultado.

Si es verdad que resulta difícil encontrar entre los escombros de un mundo tan lleno de mundos vacíos un asomo de poesía, no lo es que realmente se haya extinguido la poética que informa todas las propuestas escénicas de La Zaranda, sino que se revitaliza en cada nuevo trabajo, como en más de una ocasión hemos comprobado los espectadores, sin salir de la Muestra, en la que ha participado en varias ediciones.

Una poética, aparentemente sórdida, afectada del patetismo de una realidad social desconcertada, en vías de descomposición, pero entre cuyos cascotes puede encontrarse alguna piedra preciosa, si se cuenta con el zahorí capaz de dar con ella.

Los de La Zaranda son unos de esos buscadores expertos, que indagan en los espíritus de personajes al límite de sus posibilidades humanas, más allá del cual solo caben, o la disolución de la existencia, ese misterio, o, si no la solución, sí una salida al problema, que la existencia también es. Y optan por lo segundo, en tanto se produzca, sin poder evitarlo, lo primero. Y hallan la salida más satisfactoria en el arte, depositario de belleza, el arte como último –y primer- sentido de la existencia.

Así, en “La extinta poética” –y hallada en un escenario, pondría yo como subtítulo- Eusebio Calonge y Paco de La Zaranda ponen a la consideración del público a una familia, que es el núcleo de la sociedad, como se decía antes, en estado clínico, cuyos miembros ejercitan físicamente sus cuerpos, cada vez más debilitados, y químicamente tratan de fortalecer sus ánimos, cada vez más desquiciados. Cuerpos y espíritus en continua contradicción, cada uno consigo mismo y entre ellos.

El personaje más degradado en su condición humana, el de la hija pequeña, aquejada de una discapacidad profunda, es el que, paradójicamente, con tanta lucidez como compasión, ve el paisaje humano, del que forma parte. Observa los preparativos para la boda de su hermana, seducida y abandonada; la resistencia inútil de un padre que no entra en el único traje que tiene para la ceremonia; la rebelión sin causa de una madre, que sueña la boda de su hija, como la realidad no la permite. Un panorama en el que la joven se tiene por Ofelia, personaje dramático, desfavorecido por la fortuna. Y como a Ofelias considera al resto de su familia, damnificada en los márgenes de la sociedad.

En un espacio escénico, que es casa familiar, urgencias médicas, gimnasio y psiquiátrico, todo a la vez, los actores, más que interpretar, viven unos personajes, que, como siempre, están precisamente definidos por el autor y ajustadamente orientados por el director, conforme a las idiosincrasias asignadas.

Unos personajes que, como siempre los de Eusebio Calonge, repiten y repiten las mismas frases quizá en un intento de hacerse entender(se), cuando ya el acto de la comunicación se hace costoso. Repeticiones trufadas de un humor, no negro, pero sí dramático, que incluso obliga a contener la sonrisa.

Pero, por más veces que repita una frase una y otra vez, siempre es diferente el tono en el que cada vez se dice, empezando como protesta, siguiendo como resignación, para terminar como vencimiento, secuencia, abundante en gestos, que cada vez transmite al espectador la angustia que vive el personaje.

Son impecables en este logro las actuaciones de Carmen Barrantes la madre; Rafael Ponce, el padre; Laura Gómez-Lacueva , la hija-novia. Los tres hacen suya la complejidad de unos personajes, que son trasunto de una realidad social en estado clínico, abundante en ansiedades, por necesidades no satisfechas.

Mención propia merece Ingrid Magrinyà, bailarina reputada, que interpreta el personaje, que, desde su discapacidad es consciente de la incapacidad de su familia. Su actuación corporal es de un encomiable esfuerzo físico, sus articulaciones distorsionadas, que arrastran su cuerpo por el suelo, y voz que habla entrecortada y sin aliento. Pero es el personaje más desvalido, el cascote humano, en el que se esconde la piedra preciosa, en forma de una danza en puntas, que con delicadeza emocionante dice que la belleza tiene la última palabra, aunque la realidad mostrenca le dé la espalda, quizá por no saber, o no poder reconocerla.

La obra deja de ser elegíaca a gritos y gesticulaciones, para por un momento al menos suavemente hímnica. Es el Canto del cisne, que habla de que el arte es lenitivo cuando las heridas del alma duelen; de que el lirismo no es bisturí, sino bálsamo, en un estado clínico, que no precisa de cirugía; de que lo terrible puede ser el principio de la belleza. En fin, de que, por más que se la dé por extinta, y contradiciendo al filósofo T. Adorno, se puede escribir poesía después de Auschwitz. Y se debe.

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