Han matado a la lechuza
Desde antiguo, los filósofos y su dedicación, la filosofía, han sido objeto de burlas y menosprecios: el sofista Trasímaco comparó desdeñosamente a Sócrates como un «niño mocoso», y Aristófanes lo caricaturizó en «Las nubes» como «un divertido excéntrico, una combinación de pedante, traficante de paradojas y librepensador».
Lo cierto es que entre la diversión excéntrica o el aburrimiento amenazador; entre el tráfico de paradojas, es decir, de vida (la gran paradoja) o el tráfico de armas y otras delicias letales, es decir, de muerte; en fin, entre el librepensador tolerante o el bien pensante inquisidor la elección no es dudosa o no debe serlo.
Semejante intento le costaría a Sócrates el que la primera democracia de Occidente le condenase a muerte y que de nada le valiera su hermoso alegato, transmitido por Platón en la Apología a su maestro, en la que el hijo de la partera articula una defensa muy simple: que es consciente de sus limitaciones, que no es sabio, excepto posiblemente en su conciencia del hecho de que no es sabio; y que es un crítico, especialmente de toda jerga altisonante y, sin embargo, un amigo de sus semejantes y un buen ciudadano.
Que las tiranías y las dictaduras sean tiempos de negación del pensar libre no es garantía de que en democracia soplen vientos más propicios a la filosofía. Los responsables de la enseñanza –no confundir interesadamente con educación- en España han conseguido lo que venían hace tiempo persiguiendo: reducir drásticamente la presencia de las Humanidades en los planes de estudio, hasta casi eliminarlas.
Ignoro si los enemigos del pensar crítico, o sea libre, en la democracia española consideran a los investigadores y docentes de la filosofía como a «niños mocosos», a los que despachar con eso, con un soplamocos. Lo que parece claro es que un sofista es más útil a la democracia que un filósofo, dato que tiene veinticinco siglos de vigencia. En la democracia ateniense el sofista cumplía el oficio de maestro de políticos a sueldo, era un superpolítico, encargado de enseñar el arte de la retórica seductora y vacía, en perjuicio del argumento crítico y convincente. Ello trajo, por un lado, la degeneración de la democracia, y por otro, la grandeza de la filosofía, de la mano de Platón y Aristóteles,
Parece que la nueva/vieja democracia española, en lo que a política de enseñanza se refiere, también opta por la sofística, pero sin maestros que les enseñen, a tenor de la zafiedad de sus discursos, y desprecia la filosofía, de la que han oído decir que enseña a pensar, y así a dónde vamos a llegar, para no pensar ya están ellos.
Como las Humanidades, en general, y la Filosofía, en particular, incomoda, se considera que la medida más adecuada es hacerle luz de gas en de los planes de estudios, como la democracia ateniense invitó a Sócrates a un trago de cicuta. Pero Sócrates tuvo que tomar más de un trago, pues retardó el efecto mortal del veneno, al estar departiendo apasionadamente con sus amigos, a los que negó su ofrecimiento de liberarle, sacándole de la ciudad, porque “prefiero ser víctima de la injusticia a ser yo injusto”. Y es que quien piensa no deja de pensar, y pensando enseña a pensar hasta que muere.
No vamos a descubrir ahora que el espíritu que informa culturalmente el momento presente es el tecnológico o, si se quiere, el tecnocientífico. Suprimir la reflexión sobre esta realidad es tanto como convertir a sus expertos y especialistas en meros manipuladores de un saber por el que, a su vez, son manipulados. Así se consigue que un estudiante resuelva un problema de física, lo que está muy bien, pero desconociendo la problemática que envuelve a la física y su método; que un ciudadano cumpla la ley sin comprenderla ni en su forma ni en su contenido, pues se quiere un cumplimiento a ciegas. Por poner dos situaciones sencillas.
Resulta cuando menos sorprendente –o no- que se permita la libre elección en el aprendizaje, con calificación, de la religión (no de las religiones, pues se trata de adoctrinar) y se provoque una ausencia casi total de la enseñanza de la filosofía.
Quizá los reformadores preferirían que fuera cierto aquello que reprochaba Nietzsche a los filósofos, en el sentido de que les eran más propicias la pobreza, la humildad y la castidad ( votos sacerdotales) que «la fama, los príncipes y las mujeres». Quizá simplemente se trate de una cuestión de competencia: si los gobernantes no piensan, que no piense nadie. Ya no es de esperar que el reformador recapacite y asuma el reto de poner a la filosofía en el lugar que le corresponde en el plan de estudios, y que no es otro que el que exige la actual dinámica científica, tecnológica, ética y política.
Si, por el contrario, el legislador se empecina en negar la reflexión sistemática, en las aulas, no nos queda otra salida que pedir a los que, por gracia del reformador, pueden optar a la enseñanza de la religión, una oración por el cuerpo de la lechuza, cuya alma vagará con los ojos muy abiertos por el cada vez más sombrío bosque de la democracia.