Deconstrucción existencial
Tres años después de la publicación del premiado –Premio de Poesía Hermanos Argensola- poemario “Combustión”, la misma editorial, Visor, acaba de publicar “Desguace”, poemario también premiado –Premio Cuidad de Burgos-, que el autor, Marcos Díez, presentó en la librería GIL, de Santander, en la tarde del 21 de marzo.
En “Desguace”, Marcos Díez da una vuelta de tuerca más a los temas de los que se ocupó, y le ocuparon en “Combustión”, que son los de la poesía. Títulos, ambos, relacionados estrechamente entre sí, por cuanto expresan momentos distintos, pero consecutivos, en la existencia de ese vehículo, que es el cuerpo que nos lleva y al que llevamos a través de los trabajos y los días. Distanciado de todo racionalismo, el poeta no tiene al cuerpo como cárcel del alma, que tiene que librarse de sus ataduras sensibles por la vía del intelecto, sino como “árbol”, de cuya savia se nutre el alma por la vía del sentido y la sensibilidad.
Desde esa perspectiva irracionalista –no confundir con irracional-, Marcos Díez despieza el cuerpo, en su dimensión y condición humanas, para encontrar con los engranajes, que al combustionar, liberan la energía, que mantiene el vehículo en marcha, teniendo presente que llegará el momento, en que el desmontaje se le escapará de las manos, y no se dejará reconstruir.
Pero, mientras tanto, observa las piezas, que suele encontrar con el defecto de la incertidumbre, y las trata de reparar con los recursos que tiene a mano, entre ellas, y con más predicamento, la palabra, que es pieza y herramienta a la vez, por lo que tiene que ser revisada por ella misma. Y a ese empeño la pone el autor en la primera parte del poemario, “El secreto”, presidida por unos versos de José Ángel Valente, que remiten a la palabra inicial (Hugo Mujica), palabra originaria, palabra inefable, pero por la que se dicen todas las demás palabras con las que decimos la realidad, desde que empezamos a hablar. Si se conociera aquella, no habría necesidad de ocuparnos ni preocuparnos por estas, con las que nos relacionamos como lo otro y con nosotros mismos.
Así, Marcos Díez vuelve a vérselas con ellas, después de haberlas mirado, con tanta atención como con la desconfianza de una “fe dubitativa”, como aprecié también en mi comentario a “Combustión”. Es, en especial, la capacidad poética de la palabra la que interesa al autor.
Pero ocurre que cualquier palabra puede alcanzar ese grado: ¿Ven y expresan, desde esa altura, la realidad con más fiabilidad? ¿qué extraña relación hay entre las palabras para que se llevan unas a otras al poema? ¿se protegen las palabras en el poema, y nos protegemos en ellas?, en una variante del fingimiento pessoano, ¿es la palabra poética sublimación de la soledad? ¿o es el poema un atrevimiento de la palabra para decir lo que no sabe, solo porque lo nombra? ¿hay palabras para decir qué hay en la mente, cuando el cuerpo duerme?
Busque el lector, no tanto las respuestas, como la posición del autor frente a ellas y, de paso, adopte la propia. El poema como un hablarse a uno mismo, como una inmersión en la noche oscura de un bosque, en la espesura de una mística de la vida cotidiana, en la que lo vegetal, lo animal, lo humano y el misterio se compadezcan entre sí, y conformen una concepción panteísta, a la que la última poesía de Marcos Díez es afecta.
De ahí, que el poema tenga más que algo en común con el sueño, con los sueños, en los que el descanso separa cuerpo y mente, como también los separa el cansancio: autocontemplación de uno mismo, más allá de las palabras y de la imaginación, vivero de deseos y temores –con frecuencia los unos y los otros coinciden-, que la vigilia convierte en palabras, y a estas en poema, el poeta.
Al poeta, a diferencia del filósofo y el científico, no le interesa tanto qué es el tiempo, como qué le hace, o mejor qué le hace, cómo le tiene como campo de actuación, cuando no de batalla, en el que va dejando poco botín y muchos despojos, que el poeta va recogiendo, uno a uno, por si cabe una reconstrucción existencial, al menos con el lenguaje, que es patrimonio del poeta.
Y con él, Marcos Díez se las ve con el tiempo y su paso en la segunda parte del poemario, “Sin canto y sin pasión”, apoyado en unos versos de José Hierro, que reconocen el tiempo con fecha de caducidad, y que no queda otra que aceptarlo. Los versos de Marcos Díez recorren el trayecto existencial, en clave existencialista, orientados por los mojones que el tiempo va poniendo en el camino, en forma de cambios vitales aparentes, trasuntos de las corrientes profundas del tiempo, que el poeta bucea, ayudada la respiración por la “escafandra” del lenguaje.
Y como todavía está en ruta, cuenta con la poesía como escudo protector ante lo inevitable, ya que no para dominarlo, al menos controlarlo como cauce que conduzca la “crecida” de una corriente, que arrastra todo a su paso, al principio pausadamente; como torrentera, enseguida. ¿Y el amor?, una paradoja: un intento de eternidad que burle la fugacidad, fugaz también él.
Poesía reflexiva, la de Marcos Díez, que lleva heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos engastados en, tan sencillas como expresivas y significativas imágenes y comparaciones, hasta donde las palabras llegan.
Un tema querido por Marcos Díez, en prosa y en verso, es el de la identidad, que también tiene su espacio en “Desguace”, donde el sujeto poético, ya no solo se desdobla, sino que se multiplica, con el fin de mirarse a sí mismo en los demás, por si pudiera llegar a un conocimiento de quién es. Pero no. El poemario, como toda la obra de Marcos Díez, incide en una actitud, tan pesimista como vitalista, duro optimismo (Sartre), que canta la existencia como el glorioso fracaso de vivir, que tengo para mí es el limo profundo del que surge toda obra de arte. Y la poesía es una de las formas del arte. Y Marcos Díez, poeta.