Frankenstein(s)

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Una llamada de móvil. Suena el tono y nadie responde. Lo vuelves a intentar, tienes tarifa plana; puedes hacer todas las llamadas que quieras y así, quizás disimular la ansiedad de un ritmo de vida que no te deja respirar ni si quiera los te quieros. La ansiedad por la respuesta que no llega es como quedarte colgado de las dos líneas grises del wasap mientras las pintas de azul una y otra vez en tu mente. Una modernidad obsesiva se introduce en el iris de unas córneas con la mirada fija para no perderse detalle de tantas imágenes que golpean su retina. Y sus golpes son tan fuertes que no siente el dolor. Solo la ansiedad que nace de la frustración por sentir que lo tienes todo al alcance de un “clic”, pero que a la vez tu vida pende cada vez más de un hilo que se te enreda al cuello. Y cuesta tanto respirar que te ahogas. Y sustituyes respirar por estertores.

Es curioso, mientras  compramos antidepresivos, y buscamos la manera de acompasar nuestros latidos a la frenética dictadura del “lo quiero ya”, al otro lado de la línea  la vida lenta en una mina del Congo atraviesa el pecho de un niño semidesnudo, prácticamente en los huesos, con un grito tan débil que ni él mismo lo escucha, con una respiración tan débil que  nadie responde a su llamada. Su esperanza de vida es también una obsolescencia programada como la de mi móvil, o el tuyo. Cuando “se muere” lo cambiamos por otro y ya está. ¿De cuál de los dos te hablo? Al otro lado contesta Nadie que,  sin embargo, es el mismo, aunque la prisa no nos deja si quiera pararnos a pensar en si existe. “Y hay llamadas en espera que no esperan para ver si ese niño logra salvarse, que solo esperan mientras cambian su cadáver por otro cadáver”. Porque están muertos y,  a diferencia de…,  lo saben.

 

«Y cuando me convencí de que era el monstruo que soy, me acometió un profundo sentimiento de pena y mortificación.»  ¿Quién es el monstruo?.

 

Somos Frankenstein de una posmodernidad que nos viste con vaqueros cosidos en un taller clandestino por niñas que podrían ser nuestras hijas y que viven a medio camino entre la explotación laboral y la sexual, la violación constante de sus derechos humanos, de sus sentimientos, de sus esperanzas. Llevamos puesto el reloj con agujas recortadas por quienes ya no tienen tiempo, porque el tiempo se acaba para ellos demasiado deprisa, una prisa diferente a la nuestra, una prisa víctima de nuestra prisa. Les pasamos por encima tantas veces que perdimos la noción de su tiempo. Y el tic, tac, toca a muerto como las campanas de mi pueblo. Somos Frankenstein posmodernos donde, mires donde mueres,  nuestro cuerpo está hecho con los pedazos de tantos otros que olvidamos sus rostros. Un traje a la medida de normalizar la barbarie, la sinrazón, en una cadena tan larga, en una escalera con tantos peldaños, que no sentimos el peso de a quien pisamos. Y el último está tan lejos que ni si quiera le vemos aunque le tengamos frente a nuestros ojos.

Un efecto mariposa devastador donde la crisálida se convierte en un monstruo con cara amable de anuncio de televisión y la felicidad viene en forma de “deseo inalcanzable al alcance de tus manos”. Y en ese juego del quiero y no puedo, del deseo inoculado en pequeñas dosis que generen yonkis de por vida, – si morimos pronto no hay negocio-, caminamos como Frankensteins de una Mary Salley resucitada que escribe necrológicas junto a los anuncios de explotación sexual en la sección de contactos.

“El lobo se vestía con piel de cordero y el rebaño consentía el engaño” decía la genial pensadora y escritora británica. Quizás el cordero de tanto vestirse con las dentelladas del lobo se ha convertido en él  y sonríe benévolo mientras mastica la piel arrancada de las últimas rebajas. Quizás haya banalizado tanto el dolor y la injusticia que le da igual, quizás no le queda más opción que caminar sobre esas contradicciones.  Y aceptar eso se convierte en una cínica resignación, o en mera supervivencia, yo que sé. Y tantos quizás como trozos del cadáver que construían al personaje de la novela de Mary Shelley. En su caso no había “maldad”, por un cerebro “defectuoso” que a la vez se convierte en una alegoría a la inocencia quebrada en un entorno hostil que te convierte en un monstruo a los ojos de la Razón. En este reciclado Frankenstein, la verdad, no lo sé.

Sin embargo,  Frankenstein decide ser mucho más que lo que su creador ha hecho de él, decide ir más allá. Y ahí es donde cada pedazo cobra vida y se convierte en conciencia, en latido. Hay personas que intentan romper esa puntada de muerte e injusticia que les cose a una realidad determinada. Que intentan rasgarse de alguna manera las vestiduras. Que cogen un barco y deciden salvar vidas a costa de las suyas, que deciden vestirse con la piel de los despellejados. Frankensteins con una humanidad que abre fronteras, de todo, tipo. Y, sin embargo, les detienen, les persiguen, le acusan. Todo porque se rebelan frente a sus “creadores”. Frente a las razones del verdugo.

#ProactivaOpenArms.

 

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