Morir a la japonesa

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||por FRANCISCO ANTOLÍN||

Sabemos cómo es el pueblo japonés. Los nipones no dejan de sorprenderme por su capacidad de superación y su aparente voluntad autolesiva. Son grandes expertos en el difícil arte de ensamblar vanguardia tecnológica y tradiciones cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos.

Es paradójico comprobar cómo una sociedad basada en la irrefrenable convivencia con la maquinaria más avanzada desarrolla relaciones humanas que destilan un trasfondo perfumado de rituales y costumbres heredadas de generación en generación.

El instinto vital del país del sol naciente es, en cierto sentido, esquizofrénico. Sabiendo como saben que el archipiélago, formado por más de 3000 elementos entre islas e islotes, está enclavado en una de las zonas geológicamente hablando más inestables del planeta, denominada Cinturón de Fuego del Pacífico, basan su producción energética en centrales nucleares situadas junto a la costa.

Pareciera que amaran el regusto adrenalínico que deja el riesgo a sufrir los dramáticos efectos ocasionados por terremotos y maremotos en tales infraestructuras. Algunas veces da la impresión de tener interiorizado el contacto del afilado desastre con la suave superficie de la yema de los dedos y que, en el ADN japonés, estuviera grabado a fuego el inevitable final al que conduce el harakiri.

Tal vez caigo en el defecto de generalizar pero, aparentemente, el carácter español es diametralmente opuesto al de los habitantes de Cipango.

Y, sin embargo, España exhala en los últimos tiempos un aroma a autodestrucción. No hablo en sentido folclórico como el que muestran las Fallas valencianas en las que en un corto espacio de tiempo son devoradas por las llamas estructuras que han sido construidas con el trabajo invertido durante muchas semanas y muchos medios materiales y humanos.

Tampoco me refiero a la hipócrita expiación constante, ni a la dramática rotura de camisas y vestiduras, ni al morboso gusto por la sangre propia o ajena, no. Me refiero a que, desde hace algún tiempo, el pueblo español se ha alienado, ha caído en la autocomplacencia adolescente y se ha cegado eligiendo, en demasiadas ocasiones, gobernantes que únicamente persiguen la aniquilación de la dignidad colectiva, la cercenación de los derechos y libertades, el recorte en la calidad de los Servicios Públicos y el enriquecimiento personal. Cuando no es el Liberal-progresismo, es la Derecha más casposa, el Conservadurismo más radical o el neoliberalismo.

El caso es que ahí se ha situado el españolito de a pie, en una isla sobre la que espera recibir el embate de un gran tsunami a puerta gayola.

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