La yesca

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Por más que lo intento soy incapaz de encender un fuego como lo hacía mi abuelo, o como veo hacerlo a mi padre. Aún mantenemos la chapa de horno de leña. El calor que desprende envuelve tu cuerpo nada más entrar en la cocina. Y el invierno desaparece de tu cuerpo, y la caladura de agua se diluye entre esa caricia de fuego que calienta pero que no quema.

Te quedas ahí, apoyado en la chapa, como si no hubiera nada más en el mundo, como si ese momento aliviara a los otros, les hiciera menos pesados. El enfado con la lluvia por alargar demasiado el invierno, o con el invierno por empeñarse en empujar a la primavera y no dejarla florecer a gusto, desaparece.

Y desaparece el enfado por el ganado desperdigado por el monte y que con este tiempo ya no sabes si soltarlo al monte o seguir con él prendido en las cuadras.

Pero, claro, a más tiempo prendidas, más trabajo, más gastos en comida. Más riesgo de que enferme, de que se contagien, de gastar dinero en medicinas para, demasiadas veces, ver como mueren sin que el veterinario haya logrado llegar a tiempo.

Antes había dos veterinarios y ya eran pocos, ahora solo hay uno. Y la cabeza se te calienta aún más que la chapa de tantas preocupaciones que llevas en ella. Abres un poco más el tiro, para que corra un poco el aire, pero a veces cuesta respirar este campo que queda atrás de todo sin que nadie haga nada por evitarlo.

Te apartas de la chapa para no acabar quemado. Y sigues esperando a que lleguen mejores tiempos y el cambio de estación no te deje en el andén de “No hay salida”.

Recuerdas cuando eras más joven y aún se escuchaba la voz de los niños jugar en las calles, en la plaza del pueblo, recorrer con sus voces el día a día. Acompañar con sus juegos el paisaje de cada estación cuando las estaciones hacían a tiempo su parada. Ahora es imposible saber cuándo llegan o cuando se van. Es como el tren de Gibaja donde esperaba con mi abuelo  para ir a Bilbao. La hora que ponía en el horario nunca coincidía con la hora de llegada del tren. Gracias a eso aprendí a esperar y conocí los “mientras”; esos espacios de tiempo que suceden entre lo que esperas y cuando llega. Y los fui llenando de momentos, de conversaciones, de descubrimientos, de saber escuchar, de saber mirar, sentir.

De conocer a mi abuelo y sus historias de ferrocarril y viajes a Cuba, de guerra civil donde juraba y perjuraba que nunca había pegado un tiro mientras me mostraba las marcas de metralla de su piel.

 

El incendio del Parlamento (Autor: Joseph Turner) ¿Hasta dónde tienen que llegar las llamas para hacer algo?

Siempre me quedó la duda de si lo decía porque no soportaba ver mi cara de dolor al pensar que la persona a la que más quería del mundo había matado a otro ser humano. Él sabía descifrar ese sentimiento incluso antes de que yo lo mostrara. Al empezar a hablar de algo y ver mi rostro atento escucharle sin pestañear, anticipaba mi sollozo silencioso, de esos que se asoman a tu mirada por un instante pero les asusta salir, o les da vergüenza y se vuelven para dentro. Mi abuelo los veía y por eso todas sus historias sonaban a no pasa nada hijo. Y así en esos mientras escuchaba historias, conocía personas de aquí y de allá, pues de algo hay que hablar para echar el rato. Y esos mientras le cogían la medida a un tiempo diferente, uno en el que todo es posible, en el que aprendías a pararte a mirar al tiempo sin tener prisa por atraparlo. Aunque siempre había quien jurase en arameo porque llegaba tarde a su cita.

Y la espera era leer, hablar, escribir, pensar, imaginar, sentir sin ansiedad. Aunque, la verdad, no sé si a todo el mundo le pasaba igual, pues cada vez hay menos gente esperando en la estación. Quizás cansados de esta primavera que no llega, o que llega a ramalazos, a golpe de incendio en la sierra, sin saber ni cómo ni cuándo ha llegado y por qué se vuelve confuso. Mientras, la llama avanza y busca refugio en las zarzas y argumas de un bosque demasiado frondoso para que se esté quieta.

Las gentes del pueblo comentan, ¿dónde están los corta fuegos naturales que antes se hacían con el andar del ganado? Ya nadie va a “caminos” menciona otro, antes los vecinos se unían y limpiaban las cunetas y los atajos eran transitados.

Pero si ahora ya no queda nadie, dice otro, ¿quién va a hacer eso?, ¿Cómo?, si cada vez somos menos y más viejos y solo saben culparnos de ser causantes de los incendios. Algo de razón también tienen dice otro, hay demasiados “cerilleros” a los que no les tiembla la mano con tal decir aquí estoy yo. Ya, pero es que ahora te multan por respirar y se ha hecho toda la vida ¿Qué otra opción hay?

Y quizás el problema es que cada vez hay menos opciones porque ya no hay nadie. Y esta yesca que no me prende. Ya no hace falta. Ya llegó el verano. Este tiempo es como yo, o llego  pronto o siempre me paso. Veremos que hacer “mientras” tanto.

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