Capitalismo, sí… capitalismo, no
|| MARISA DEL CAMPO LARRAMENDI ||
En tiempos de la transición y aun antes, se solía emplear la expresión de “Todos llevamos un guardia civil dentro”. Con tan rotunda afirmación se quería señalar como el franquismo había logrado contaminar/modelar hasta el corazón y la conciencia de las gentes.
En este sentido, se decía, la transformación política de la dictadura a la democracia, también debería ir acompañada de un cambio personal íntimo que expulsara de nuestros pensamientos y costumbres ese guardia civil que representaba el carácter autoritario y represor, incrustado en nuestro inconsciente.
No le faltaba verdad a esta afirmación, aunque justo es reconocer que se quedaba corta. En realidad más que un guardia civil lo que llevábamos dentro era un capitalista, como la propia transición no tardaría en demostrar.
Desde la izquierda radical mucho se ha criticado y se critica a los protagonistas de la transición. En especial a aquellos que, se arguye, deberían haber tenido un papel más decididamente rupturista: Carrillo y el PCE/PSUC.
No les falta parte de razón a estas críticas: la cúpula dirigente del PCE/PSUC apostó por la ruptura pactada, eufemismo que significaba fiarlo todo a la legalización, sin una ruptura con las instituciones franquistas, en la esperanza de convertirse en un PCI y desde una fuerza parlamentaria semejante a la de los comunistas italianos iniciar la vía hacia el “socialismo democrático”.
Si los dirigentes del PCE defendían esta postura desde un supuesto realismo – argumentaban que la correlación de fuerzas en los finales de los 70 no era favorable a la ruptura –, demostraron, por el contrario, un profundo irrealismo en sus previsiones: la aceptación de la monarquía y la bandera, la renuncia al derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, el abandono de la movilización de masas por la lucha institucional no condujo a un buen resultado electoral, sino a la práctica y progresiva desaparición del PCE.
Sin embargo es de advertir que el relato de la transición como concesión traidora de los dirigentes de la izquierda, olvida el punto más importante y revelador de aquella época: la mayor parte de la población española no quería ninguna vía al “socialismo democrático” – que veía como el “comunismo soviético” –, sino gozar de todos los bienes, posibilidades, ventajas y derechos de Europa occidental, es decir, el capitalismo keynesiano.
Esto no es un mero ejercicio histórico, la historia se repite y lo que ha demostrado la crisis de 2007/8 es que, de nuevo, la mayor parte de la población española no desea un camino democrático hacia el socialismo – que se sigue viendo como el gran fracaso soviético – sino un retorno al “capitalismo con rostro humano”, ese capitalismo que desde los años ochenta el neoliberalismo se está cargando, o mejor, ha logrado cargarse, y cuya vuelta, por más que anhelada, parece ya imposible.
Muy pocos están dispuestos a renunciar o a dejar de aspirar al piso en propiedad, a todo el surtido de electrodomésticos que ofrece el mercado, al ordenador, al móvil de última generación, al coche, a la bici de montaña, a los esquíes, a la tabla de surf, al chándal o la tienda de campaña de Quechua, al viaje anual al Machu Pichu, a Tailandia o a Benidorm, a la excursión a la playa o a la sierra del fin de semana , a los vuelos de coste bajo, a las cenas fuera de los viernes, al carro repleto en Carrefour o el Corte Inglés, a las posibilidades de ascenso social, a ganar más dinero, a… etcétera, etcétera, etcétera, a pesar de que sabemos que todo eso se basa en la explotación del hombre por el hombre.
Esto y no otra cosa es el capitalismo: consumo y explotación, conversión de todo en mercancía y plusvalía.
Esto y no otra cosa es la hegemonía: haber sido construidos y modelados por el capitalismo.
Y es que nuestro corazón, nuestra conciencia, nuestro inconsciente es capitalista: todos tenemos un capitalista dentro.
Y así no hay transformación social posible.