Ya no somos niños
Siempre contaba demasiado rápido cuando jugaba al escondite. O eso o me faltaban los números para acabar antes. Es curioso, pero cuando eres pequeño las trampas se sienten de otra manera. No parecen trampas, sino simplemente la forma más rápida de empezar a jugar. Es cierto que te acompaña esa sensación de prisa para acabar antes de que alguno se esconda, pero forma parte del juego, todos lo hacen y por eso ni te fijas demasiado, ni el resto te lo tiene demasiado en cuenta.
Cuando te haces adulto crees que todo eso ha quedado atrás, al igual que los recreos en el colegio o en el insti, esos en los que siempre había un grupo que sobresalía del resto, del que por alguna extraña razón todos querían formar parte. EI que no lo hacía era algo así como un bicho raro. O en la clase de gimnasia que siempre sentías esa sensación de quedarte el último a la hora de ser elegido en uno u otro equipo. Siempre lo intentabas compensar con un pundonor a prueba de bala, pero eso no servía para ganar, era el soniquete que te acompañaba mientras intentabas darlo todo, aunque al final no fuera suficiente. O así lo veía en los ojo de reproche o resignación de algunos de tus compañeros. Siempre había quien te animaba con una palmada y un no pasa nada, pero no te acababas de conformar.
Creía que al crecer todo eso cambiaría, un trabajo, independencia, ya era una persona adulta, y eso tenía que significar algo. Tu primer deja vu está presente en la primera reunión de trabajo, en el primer comentario machista, homófobo en el que la mayoría reía y en el mejor de los casos se quedaban callados con una sonrisa incómoda. Entre no tiene importancia, o esto se queda aquí y el debí decir algo pero tal vez no era el momento. Al final es increíble como la presión del grupo marca la pauta, la respuesta, incluso el comportamiento de aquello que como espectador no hubieras dudado en censurar. Pero el contexto también banaliza, tanto que podemos llegar a no darle importancia a un comentario, a una broma de mal gusto, a un grito a destiempo, a un insulto, a un golpe….en la mesa…
Y de repente te sientes pequeñito, como en el cole, te ves inmerso de nuevo en esa dinámica adolescente en la que el grupo impone su hegemonía y te notas frágil, casi tanto como hace años, ahora incluso más, porque eres incapaz de reaccionar como tantas veces habías imaginado que lo harías cuando fueras un adulto, cuando todas esas seguridades y certidumbres vinieran acompañadas de la edad. Y es mentira, demasiadas veces la edad lo único que trae son más arrugas, más años, y menos tiempo. Y esa sensación de debería hacer algo te consume, porque el ahora o nunca se acerca demasiado al nunca y cada vez te quedan meno excusas a la que recurrir para posponer el basta ya.
Una cena de empresa en la que algunos se van de putas y te sientes excluido porque ni siquiera te invitan. Tú que aborreces ese tipo de cosas y que siempre se te ha notado. Bajas a tomar el café, a echar un cigarro y están hablando de mira la gorda esa, no sé cómo su novio se la puede follar así, y te incorpora con una sonrisa tímida a la conversación intentando que tu silencio no te delate. Ese negro mira como corre, con esa pinta seguro que es maricón, y así podemos tirar de un guion heredado de lugares comunes, de un camino que nos llevan a la Roma de la banalización del diferente, de quien consideramos diferente porque no encaja en el molde en el que ni quien cumple todos los requisitos acaba por encajar. Y esa sensación de me falta algo la intentamos compensar con un poco de aquí y un mucho de allá, con un me quito de aquí y me pongo acá y así nuestro Frankenstein hecho a la medida de la insatisfacción acaba matando lo que teníamos de auténtico. Penalizamos la diferencia quizá porque nos asusta mirarnos en el espejo del otro y darnos cuenta de que se pueden hacer las cosas de otra manera. De interrogarnos en porqué no lo hacemos.
Nos indigna ver en la tele a personajes convertidos en la caricatura de lo que un día quisieron ser, de lo que un día dijeron que eran. O nos envolvemos en banderas, de cualquier tipo, para creer que somos diferentes a los demás, como si esa distancia fuera real, negándonos la posibilidad de influir en la realidad. En esa realidad que nace en la cotidianidad, en lo cercano, en el compañero de trabajo, en el vecino de la puerta de al lado. Y es que demasiadas veces nos escondemos de nosotros mismos porque quizá nos da miedo encontrar en lo que nos hemos convertido. Y ver que opina el niño que fuimos.[1].
[1] Muchas gracias a María Castillo por ayudarme con el artículo, por sus reflexiones que incorporo a continuación y que, ya de por sí, dan para otro artículo: ·”Cuando éramos niños no teníamos ninguna responsabilidad sobre lo que ocurría, simplemente intentábamos ser aceptados en el grupo y vernos rodeados de cierta seguridad para desenvolvernos en ese entorno tan hostil, por eso tirábamos de estrategias más o menos cuestionables de pura supervivencia, porque no sabíamos ni quienes éramos, ni qué queríamos, ni qué entorno queríamos construir porque ni siquiera conocíamos o entendíamos el que nos había sido proporcionado al nacer accidentalmente en una familia, que nos lleva a un colegio determinado y nos vincula con unas determinadas personas que nos tratan y nos ven de determinada manera. Ahora… en las cenas de empresa, o en los 5 minutos del cigarro del descanso… Ahora, «ya no somos niños», y tenemos la responsabilidad de actuar, a pequeña o gran escala. Negando la media sonrisa, haciendo patente nuestra ausencia en el grupo y en el mejor y más eficaz de los casos verbalizando nuestra incomodidad o desacuerdo con toda la educación del mundo. Porque ya no somos niños, porque tenemos el derecho y la obligación de hacer. Y porque todas nuestras acciones significan. Porque aunque no queramos, de cualquier manera ya estamos haciendo: callando hacemos. No callando, hacemos también. Ahora… ahora sí, si no nos posicionamos, estaremos formando parte de ese grupo que vive anclado en su adolescencia, por no atreverse a ser responsable, respetuoso, a abrir su mente y a asimilar la diferencia sin defenderse haciendo daño. Porque ya no somos niños… haz tu parte. Por ti, por todos tus compañeros y por ti el primero.”