Pañuelos de fiestas
A las 12 la misa y después a bailar el santo bajo el sol abrasador. Me pregunto por qué lo hago si no tengo religión, pero a lo mejor sí que la tengo. El pasado es la religión de tantas personas… El apego, el pueblo, y mi abuela. Por eso lo hago: porque mi abuela me anudaba el pañuelo y tal vez necesite estar amarrado para ver claros mis límites, para sentirme seguro, para saber de antemano hasta dónde puedo llegar y moverme como pez en el agua por el mundo. Como pez en el agua… de una pecera. Pero la cosa es poder estar en el mundo ¿no? Encontrar la manera, por más que no sea la ideal. Mi abuela tenía un pulso un tanto homicida y me apretaba el pañuelo hasta verme rojo: qué colorauco está mi nieto. Da gusto verlo. Supongo que de ahí viene mi fobia a las corbatas. Y sin llegar a las corbatas, cuántas veces he tenido esa sensación de no poder tragar saliva, de nudos internos, de callejón sin salida. La consecuencia lógica de esta situación es la búsqueda de libertad, de quitarse el pañuelo y mirar al horizonte, y sin embargo ¿quién es capaz? ¿Cuántos podemos no medicarnos para soportar el aire fresco? ¿Cuántos somos capaces sólo de escucharnos, de investigar poco a poco la vida y sus posibilidades, de ir construyendo nuestro pañuelo a medida? Uno que no apriete, con un estampado que nos defina o que nos oculte. Y que sea un nudo amable, que sujete el pañuelo y nos deje la garganta libre, la autopista del aire para que fluya la vida.
Pero no, me asfixio, soy de emociones fuertes. Miro alrededor y sólo multitud. Intento llamar su atención pero nadie me la da, alguno me mira un poco, algún niño me señala riéndose, o un poco horrorizado; la verdad es que en los niños, así a primera vista, nunca he sido capaz de distinguir muy bien entre una emoción y otra. Les hay que de tanto reír acaban llorando desconsolados, y a la inversa, en algunos de esos rostros por los que aún no ha hecho mella el paso del tiempo con su dosis de dolor, veo cómo de una congoja, para la que no hay aparente consuelo, por más que el abuelo, la abuela, el padre o la madre que le parió, se enfrasque en un ritual de caricias, de abrazos, de que te pasa mi niño, que necesitas, espera que te compro esto, o aquello, o esas malditas incursiones en los mofletes que hace que quien recibe tan insufrible visita no le quede más remedio que explotar, pasa a esa risa eufórica del mi mundo soy Yo.
En fin que me cuesta interpretar los sentimientos de los demás y por más que me esfuerzo en descifrar lágrimas, sonrisas, silencios, y voces, cada una acompañada de sus propias tonalidades, acabo en una sinfonía de la confusión que me vuelve loco. Tal vez a ellos les pase lo mismo y al verme rojo, tirando cada vez más a morado, piensen que soy muy tímido, o que me he ruborizado al mirarlos fijamente. Tal vez les pase lo mismo que a mí y todos seamos víctimas de esas caretas que nos ponen desde la infancia para no mostrar lo que sentimos, no vaya a ser que se nos vea la cara. Y en la cara están los ojos, esos espejos del alma por donde se cuelan las emociones, los sentimientos, y que nos devuelven la mirada recibida en forma de “esto es lo que hay”.
Tal vez en esa honestidad brutal de mirarnos en el espejo de lo que somos esté la clave. En cuando “esto es lo que hay” no es suficiente para enfrentar a esta puta realidad que nos asfixia, poco a poco, mientras dormimos, mientras soñamos, y de la que nos convertimos en ese “verdugo”, no sé si tan humano como el de Berlanga o tan inquisitorial como un Torquemada, que ejecuta a golpe de comentario y juicio rápido en red social, de superioridad aprehendida para intentar demostrar al mundo que nada le afecta. O quizás, como ese “verdugo de la Gestapo”, el protagonista de la novela con el mismo nombre del novelista Luis Guerra, que un día despierta en un hospital de la Alemania nazi en 1938, sin recordar absolutamente nada de su pasado. Su búsqueda de la identidad perdida se convierte, de alguna manera, en un viaje que acabará desenmascarando las caretas que en su vida se fue poniendo. Al hacerlo, desde la ausencia de servidumbre que te provoca el ser conocedor de tu pasado, le ofrece también la posibilidad de poder verse con una libertad que asusta cuando descubres no solo el monstruo en el que te has convertido, sino al que puedes acabar justificando. Y es que a veces las caretas se pegan tanto que acaban devorando tu rostro, y en tu rostro esos ojos que querían ser los espejos del alma.
El nudo aprieta tanto que no se si seré capaz de librarme de él. La verdad no comprendo cómo he podido llegar hasta este punto. Muerto por un pañuelo de fiestas, asesinado por un trozo de tela. Las manos no dejan de temblar y buscar auxilio en la multitud es una tarea imposible. Un fallo comunicativo “nivel dios”, o diablo, ahora dudo. La última imagen que recuerdo, antes de perder el sentido, es la de una señora sonriéndome y saludando, como imitando mis gestos. Donde yo quería mostrar desgarro y dolor ella solo ve desenfado y jolgorio. Es como uno de esos emoticonos con sonrisa de los que tanto se abusa últimamente. Ya no sabemos qué demonios significan. Tal vez porque no nos miramos a los ojos.
Lo mismo no soy más que otro emoticono.
Nota: Artículo escrito en colaboración con María Castillo
del pomar
Dicen que ya los egipcios fijaron su legado en emoticonos. Yo soy muchos emoticonos, tú eres muchos emoticonos, él es muchos emoticonos, nosotros somos muchos emoticonos… Dicen, los neurocientíficos de la universidad de Boston, que cada uno de nosotros somos siete millones de emoticonos por segundo. Por eso nos faltan besos, porque no tenemos tiempo para mirarnos a los ojos y conocemos el vértigo.
mercedes
En este puñetero mundo nuestro, tan bien construido, se nos ha olvidado lo mas importante…. vivir