Mi pueblo
Vivo en un pueblo en el que la edad hace demasiado tiempo que la marca la distancia de las personas que tuvieron que abandonarlo porque la vida en el pueblo es muy esclava, porque no hay más salida que las vacas, y la verdad, es que las vacas tienen cada vez menos salida como dicen mis vecinos. Un pueblo en el que el silencio se convierte en notario del transcurrir del día. El ruido de algún tractor al pasar, algunas voces sueltas recorriendo la calle, los ladridos de los perros, o el bramar de alguna vaca que anda suelta o que tocando su campano marca el camino al prao. Un pueblo hecho de recuerdos de quienes vivieron en él y al que cada vez le cuesta más fabricar recuerdos nuevos, porque la vejez solo sabe recordar y porque cuando todos seamos viejos solo habrá recuerdos y después solo Silencio de otro pueblo despoblado de la Cantabria rural. Otro pueblo más que formará parte del imaginario popular construido desde la ciudad, porque ya no habrá a quien preguntar sobre si el tiempo está o no de cambio, porque ya no habrá a nadie a quien escuchar historias hechas de lo cotidiano, de esas que si las pones en un libro, como hizo Delibes con su Daniel “el mochuelo”, se convierten en la radiografía de una forma de vida, en el retrato de un mundo rural que agoniza, pero que si se las escuchas a quien las vive, a quien las ha padecido es simplemente la crónica de una vida que echa la vista a un lado y no encuentra su relevo generacional. A la que solo le dan la opción de echar la vista atrás y recordar. Un pueblo donde mirar hacia delante para muchos de los pocos jóvenes que quedan significa decir adiós.
En mi pueblo no hay familia Buendía que haya aguantado siete generaciones, como en Los Cien años de Soledad de los que hablara García Márquez en su indescriptible novela. Sin embargo, la sensación de ausencia que te trae el viento cuando no encuentra respuesta en el camino, aparece sin avisar algún día de Otoño en el que la Hojarasca se revuelve consigo misma y con el viento, enfadada quizás porque no encuentra ningún crio que la de patadas, que corra tras ella, que grite y se ría mientras juega en la era. Es cierto que la Soledad no viene marcada por el número de personas que te rodean. He vivido en ciudades donde rodeado de gente te encuentras absolutamente solo. En el que no sabes el nombre de tus vecinos, o sientes como aceleran el paso por la escalera para atravesar la puerta de su casa y no tropezarse contigo. No porque les caigas mejor o peor, porque lo curioso es que ni si quiera te conocen. Sin embargo, la ausencia viene marcada por esa sensación de vacío, de me falta algo, de abandono, de Amor perdido. En “el camino de Swann” la primera novela de su serie “En busca del tiempo perdido”, el escritor francés Marcel Proust nos muestra a través de sus personajes que no podemos huir del tiempo. En uno de sus pasajes más universales, que nace de un acto cotidiano como es mojar en té una magdalena antes de comértela, el autor nos abre una de esas puertas que creíamos cerrada a cal y canto con el cerrojo del “no hay remedio” o “es lo que hay”. Y al abrirla te sumerges involuntariamente en el pasado. En lo que fuiste. Y el espejo de lo que eres pasa su factura. Sin embargo, frente a eso siempre queda la esperanza de mirarte en el espejo de lo que serás. Es como si en mi pueblo el espejo estuviera hecho añicos.
Veo a mi padre, sentado a la entrada de casa pelando una manzana, y siento como si en mi pueblo es el Tiempo quien huye de nosotros. Un Tiempo enganchado al asfalto, al humo, a la prisa, al “si lo tengo todo porqué me siento tan vacío”. Un tiempo empeñado en perder el tiempo y olvidarse de lo importante. Y esta sensación de ausencia no tiene nada que ver con idealizaciones costumbristas, ni imaginarios irredentos, sino con la sensación de oportunidad perdida, de espacio arrebatado, de falta de oportunidades para enfrentar el día a día. Una sensación marcada por el abandono, tal vez porque el mundo gira en un sentido y mi pueblo en otro, tal vez porque nadie se ha parado a pelar una manzana, sin prisa, mirando como la piel se desprende antes de darle un mordisco. La verdad no lo sé, solo sé que vivo en un pueblo en el que la gente pasa, pero muy pocos se quedan a vivir. En el que el tiempo pasa y cada vez quedan menos traductores de recuerdos, de la mirada de un mundo que, como decía Delibes, agoniza si no somos capaces primero de entenderlo para luego buscarle soluciones. A veces el primer paso para ser consciente de que algo existe es mirarlo. Para que sea algo más que otro recuerdo convertido en olvido.