Costumbres
Una acción repetida hasta convertirse en norma no escrita sería una buena definición de costumbre. De la repetición vendría la liturgia, es decir, lo que en la religión se define como el conjunto de prácticas que regulan el hecho religioso. Sacar la virgen y dar la vuelta a la iglesia como muestra de peregrinación para que “la seca” no queme demasiado el verano, ni las raíces de las hierbas de otoño, para que llueva o para que deje de llover, para que haya buenas cosechas; vale para lo mismo y su contrario según la necesidad del momento.
Otro tipo de costumbres se convierten en tradiciones asociadas a las festividades, cuyo origen muchas veces se desconoce, pero que quedan grabadas en el imaginario colectivo y que, por muy irracionales que parezcan, se convierten en seña de identidad, en rasgo definitorio, en aquello que nos hace diferentes y, no sabemos por qué, se convierte en motivo de singular orgullo. Sobre todo cuando alguien “de fuera” viene a cuestionarlo. Y es que la frontera entre “los de aquí” y “los de fuera” se convierte en el argumento de peso a la hora de estar a favor o en contra de algo. Pongamos como ejemplo el toro de Tordesillas: Quizás muchos, o por lo menos alguno de sus vecinos, si les preguntas en privado te reconocerían lo absurdo e inhumano de una acción así, pero que la tradición manda, que antes que ellos otros lo hicieron y que ellos no son quienes para cambiar años y años de hacer lo mismo. Sobre todo cuando quienes vienen a cuestionarlo es gente “de fuera”, pues vemos como la mayor parte del pueblo se pone en “modo Fuenteovejuna” para defender aquello que consideran suyo, solo porque se sienten atacados, incomprendidos, o juzgados, sobre todo juzgados, desde esa superioridad que proviene siempre, según ellos, de quienes van al campo y se quejan de las boñigas. Esta defensa a ultranza lo harán incluso quienes nunca han ido al festejo, o simplemente no les guste. Sin embargo, algo en ellos se rebela cuando atacan a lo que consideran como propio. Y es que muchas veces la identidad no se construye por lo bueno o malo compartido, sino por lo que nos hace diferentes y esa diferencia puede acabar transformándose en orgullo herido si se siente, como decíamos, atacada y juzgada. Y, por extensión quienes se han criado formando parte de ella.
No hay mejor manera de reforzar una identidad, de uniformizar, que atacarla de forma virulenta juzgando desde una postura de superioridad. Algo similar sucedió hace no demasiada en los encierros de Ampuero cuando colectivos antitaurinos se reunieron para protestar contra el maltrato animal en las fiestas de esta localidad cántabra. Muchos de sus vecinos y vecinas, incluso aquellos que nunca han ido a la plaza o salido a ver correr las vaquillas, se sintieron atacados en su identidad colectiva, en su sentimiento de pertenencia, al sentirse juzgados y atacados, y encima por “los de fuera”. Y es que la barrera entre el nosotros y el ellos llega a operar en las esferas más cotidianas de nuestra sociedad. Y las fiestas populares, las tradiciones y sus costumbres son un buen ejemplo de ello. Nos saca de la razón que se supone tiene su espacio de decisión en la esfera pública, llevándonos al plano de los irracional y nos coloca gritando en favor de “lo nuestro”, sea lo que sea, y solo por el mero hecho de serlo. Y fundamentalmente por sentirnos atacados. El sentido común, la lógica, la razón, el civismo, pasa al plano de lo secundario.
Otro ejemplo lo podemos encontrar en los pueblos, en las zonas rurales, en la relación que las personas del campo, que los ganaderos, tienen con su entorno. Son ellos quienes “a su manera”, es decir, una manera heredada hecha costumbre, se convierten en lo intermediarios entre el medio y el ambiente, entre el fuego y los bosques, entre el lobo y el ganado, entre la naturaleza y el “hombre”. Sin ellos el ansiado equilibrio sería imposible. Al otro lado, siguiendo el marco propuesto de “los de aquí” y “los de fuera”, estarían por ejemplo “los ecologistas”, si bien es cierto que en los pueblos hay quien llama así, de forma a veces despectiva, a quienes “desde fuera” intentan decirles lo que pueden y no pueden hacer con respecto a su relación con los animales y con el entorno natural en general. Sobre todo, como decíamos, si se sienten juzgados, por esos que no saben dónde están pinaos y vienen a solucionarnos la vida, a hablarnos de respeto al medioambiente con sus manos sin encallar y sus suelas aun sangrando asfalto, humo, contaminación y un modo de vida que arrasa verdaderamente con el medio ambiente.
Imagino que en este, como en la mayoría de los casos, el primer paso sería desdibujar la carga de prejuicios que construyen la frontera entre «los de aquí» y «los de fuera», entre el nosotros y el ellos. Aunque como dicen en mi pueblo “es más fácil decirlo que hacerlo”.