SORORIDAD(es)
“La alianza de las mujeres en el compromiso es tan importante como la lucha contra otros fenómenos de opresión y por crear espacio donde las mujeres puedan desplegar nuevas posibilidades de vida” nos dice la antropóloga y feminista mexicana Marcela Lagarde.
Es la sororidad, la fraternidad, la solidaridad entre las mujeres, el apoyo mutuo que va de la mano de una ética y una praxis que el feminismo conocido como de la Tercera ola, aparecido en la década de los noventa del pasado s. XX redefiniría como interseccionalidad ya que de esta manera superaba las diferencias de clase, raza y orientación sexual o identidad de género, que el término parecía poseer en dentro de la Segunda ola del feminismo de los años sesenta. Ponía sobre la mesa la necesidad de entender, de desentramar, de “deconstruir”, es decir, de conocer los procesos que participan en la construcción de nuestras identidades, que nos llevan ser quienes somos.
Una praxis colectiva que se construye desde la individualidad, una identidad que se construye desnudándose frente al espejo de una historia empeñada en ponerte tantas capas como Padres a los que obedecer, rezar, imitar. Y al verte desnuda reconoces las cicatrices, los estigmas, las partes propias y ajenas. Y al verte desnuda a la vez me desnudas a mí, y veo las mías, las propias y las heredadas, las que veo, incluso las sombras de las que no. Y no siempre es fácil. No tiene por qué serlo.
Y al vernos desnudos, nos desnudamos de nuevo, tantas veces como sea necesario, porque siempre quedan capas, algunas están tan pegadas que ni las ves, algunas están tan pegadas que ni las sientes. Pero otras se revuelven a contra piel porque los callos dejan sus huellas, igual que los insultos, la banalización de la herida provocada, de la humillación normalizada: “te lo tomas todo demasiado a pecho”.
Y “en el nombre del Padre” se pega, se asesina, se infravalora, y en el nombre del padre se acepta la dictadura del silencio en ese ámbito privado donde dicen que todo vale. Porque Los trapos sucios se lavan en casa, y los trapos sucios siempre los lava la misma, los lavaba mi abuela, mis tías, mi madre, mis hermanas, los lavaba la sirvienta, la asistenta, los lavaba la “chacha”, la trabajadora del hogar, la inmigrante, la que no tiene otra cosa, siempre ella envuelta en una maraña de calificativos políticamente correctos o no, o todos mezclados, como la ropa sucia que se acumula en el cesto de tu casa, de la mía. Y otra vez mi abuela, tu madre, su tía, la hermana, mi esposa, compañera, camarada, pero fíjate quien es quien lava siempre la ropa sucia. Pero fíjate quien demasiadas veces la mancha.
Lagarde, y tantas como ella, recupera el término, se hace eco, lo pone en la boca y en el corazón de tantas mujeres y hombres de toda condición que se dan cuenta que esta sociedad necesita con urgencia un Tsunami que reviente lavadoras, fregaderas, pilones, tallas 36, rostros sin arrugas, pieles sin cicatrices, roles, identidades y tumbas, tumbas en cuya lápida el asesino escribe escupiendo a las heridas “La maté porque la amaba, la maté porque era mía”. Y ni la muerte, ni el amor reconocen al asesino. Y mucho menos la vida.
La sororidad como un Tsunami que arrase con todo, con la violencia de la palabra, de la escucha intimidada, de ser incapaz de ponerte en su lugar. Que incorpore cualquier voz a la que la Historia le haya arrancado su voz. La sororidad como si de un susurro se tratara, de una ráfaga que respira cada vez que Ella respira. Una voz que recupera el grito silenciado de años, de décadas, de siglos, de Historia. Y el susurro se sabe fuerte porque no machaca a nadie, porque no revienta am nadie, porque su aliado es un silencio diferente, ese silencio de la escucha, no del miedo, ese silencio del aprendo, del te admiro, del te entiendo, ese silencio del te quiero. Ese silencio como primera palabra, como primer sonido, como primer pensamiento, como primera emoción. Y así la sororidad se revuelve como sinfonía inacabada en las manos encalladas de mi madre, de mi abuela, de mis tías, de mis amigas, de mis hermanas, de mis compañeras, de todos aquellos que han construido la medida de una voz que hoy se abre paso, otra vez, que necesita unir en la diferencia, porque demasiadas veces el grito intolerante le ha arrancado su significado a las palabras.
Y me quedo en silencio, escuchando el sonido que habitaba lo que mi abuela, lo que mi madre, lo que mis tías me decían, lo que escucho a muchas de las personas que me rodean. Porque las palabras son herederas de la costumbre y son incapaces de significar nada por sí solas si no las leemos en la piel de quienes las habitan, en sus día a día, en sus capas, en cada una de las líneas que atraviesan su cuerpo, su mente, su corazón. Y me quedo en silencio porque aún me queda mucho por aprender, mucho por escuchar. Y me quedo en silencio porque a veces el silencio es la mejor manera de hablar.