Navegación existencial
El viaje como metáfora del transcurrir de la existencia es un recurso utilizado con frecuencia en la literatura, también en otras formas de expresiones artísticas.
Cuando el viaje no es una mera representación de la existencia, sino que uno y otra se confunden; cuando el viaje, el viajero y el vehículo son una y sola cosa, en la metáfora del viaje se debilita su condición, no nos transporta con la imaginación hacia otro término –la existencia-, porque es en el camino donde echan raíces y crecen el transporte y el transportado, y en él se resuelven sus destinos, que son uno, y el mismo..
Esa es la relación que hay entre un barco, el Virginia, un pianista, Novecento, y un océano, que es principio y fin del trayecto. El navío era indiferente a cualquiera de sus pasajeros, pero habría dejado de ser el que era, si Novecento hubiera terminado de bajar el último peldaño de la escalerilla que separaba el barco del suelo firme, para ver el mar, no desde el mar, como hasta entonces, sino desde tierra. El Virginia era un mundo en el que cabían todos los mundos.
La fábula la ideó Alessandro Baricco y le puso el título de “Novecento. La leyenda del pianista del océano”, en 1994, y en 1998 fue llevada al cine por Giuseppe Tornatore. Un relato en el que un personaje es el narrador de la peripecia existencial del protagonista, pero también es co-protagonista y, a la vez, cada uno de los antagonistas. Y, dirigida por Rosa Casuso, con ella, el 16 de marzo, y con ”Vírgenes y diosas. Piedras de memoria”, el día 15, se puso en marcha la V Muestra Internacional de Teatro SOLO TÚ, que cuenta con el apoyo de la Consejería de Cultura, en la Teatrería de Ábrego
El relato de Baricco, un monólogo teatral, da la palabra a un narrador, el trompetista Tim Tooney, quien recuerda al pianista Novecento, nacido música, y cuenta su historia, cuando acudió al Virginia, pocos años antes de ser dinamitado.
En el desarrollo del relato aparecen otros personajes, entre ellos el que se considera a sí mismo inventor del Jazz, Jelly Roll Morton, que reta musicalmente al pianista, envite de original e irónica factura textual. Y Novecento, sobrenombre añadido al de T.D. Lemon, escrito en una tarjeta que acompañaba a la caja sobre el piano de cola, donde, recién nacido, lo encontró el maquinista Dany Boodman, que le bautizó definitivamente como Dany Boodman T.D. Lemon…..
Novecento, ya que el inicio de su aventura vital coincidió con el comienzo de un siglo en el que el mundo ponía los ojos en una tierra, no prometida, pero sí prometedora: América. Tierra que Novecento no quiso pisar, como si hubiera presentido que todas las promesas no tardan en descubrirse falsas. Ese era el rumbo del Virginia, que se rindió a la promesa, cumplida sin ser formulada, de la música de Novecento: salones, cubiertas, puentes, camarotes, calderas, chimeneas se impregnaron de su espíritu, configurando un mundo nuevo, propio, exclusivo.
Europa y América cabían en el Virginia, de proa a popa, de babor a estribor. No necesitaba Novecento visitarlas para conocerlas: los pasajeros se las daban a conocer en sus miradas y en sus gestos. También sus ambiciones, que cabían en el teclado del piano, encontraban las condiciones de posibilidad entre esos límites, que la música se encargaba de ampliar, incluso a su pesar: su fama había llegado a tierra, a todas las tierras. Sin que nadie conociera al pianista.
La condición humana navega siempre a la deriva, surcando restos de naufragios entre los horizontes del nacimiento y de la muerte. Lo que importa es que cada patrón sostenga el timón -o crea que lo sostiene- y oriente el rumbo -o se haga la ilusión de que lo orienta.
El océano es metáfora de las circunstancias de una época, con sus avatares, incluida una gran guerra, que cabe pensar gravitó sobre la visión que del mundo tenía Novecento.
Cuando, como le ocurre a Novecento, el rumbo dirige la existencia hacia la obra de obra de arte, la creación artística es la forma de navegación. En ella se funden lo acabado y lo incompleto; lo cerrado y lo siempre abierto; el afuera y el adentro; en fin, la libertad, que se cobra su cuota de seguridad, y la seguridad, a la que pasa factura la libertad. Pero sin deber nada a nadie. Ese es el duelo que mantiene Novecento, no tanto con Jelly Roll Morton, el pianista presunto inventor del jazz, como consigo mismo, en cuya intimidad se debatía entre unir su destino al del barco o saltar a tierra y exponerse a todo tipo de azares.
El escenario de La Teatrería de Ábrego se convierte en salón de primera clase de un gran trasatlántico. Son signos de su identidad una pequeña y elegante barra de bar de lujo, sobre la que hay una botella, probablemente de bourbon, de la que el narrador se sirve un par de copas.
Javier Uriarte es el actor que pone cuerpo y voz a Tim Tooney, el trompetista, cuyo encuentro con Novecento supuso un decisivo punto de inflexión en su existencia. En el escenario, él narra la peripecia vital del pianista. Excepto en el momento puntual de una tempestad en el mar, en el que se mueve sin control, como zarandeado por las sacudidas de los vientos y las olas sobre el barco, en opinión de este espectador la actuación adolece de estatismo, acorde con un tono declamatorio, por el que se echó de menos un tratamiento más teatral del texto. Una trompeta en sus manos, y en su boca, quizá podría haber supuesto una cierta soltura en su interpretación, si bien es verdad que ese espacio lo ocupó el piano, expresando musicalmente el sentido de los silencios del actor, cargados del sentir de su personaje.
Así, el piano, trasunto de Novecento, añade serenidad a la serenidad, y desasosiego al desasosiego, en las distintas interpretaciones de Hugo Sellés, excelentes todas.
Es en los últimos compases del texto, en los que parece que se concentran las ironías que lo salpican, y se compadecen con la trascendencia de un final de existencia, cuando Javier Uriarte imprime a su decir del texto un tierno apasionamiento, casi susurrado y en penumbra, que conmueve.
Un texto que rebosa humanidad y humanismo. Y poesía.