El legado de E.T.A
Hubo un día en el que en las calles del País Vasco se llenaban de pintadas con forma de dianas en las que en el centro se colocaba el nombre de alguien señalándole como objetivo y acompañando la pintada con palabras como “traidor” entre diferentes consignas que presentaban a políticos, periodistas, intelectuales etc…como torturadores de un pueblo oprimido que luchaba por su libertad. En el que en las fiestas y celebraciones de muchos pueblos -y también grandes ciudades- se exaltaban las figuras de quienes habían asesinado a personas inocentes, presentándoles como héroes que pasaban a formar parte de una historia de lucha épica, al panteón de los caídos por la patria. Y así palabras como ·”porque fueron somos, porque somos serán” se pusieron al servicio del tiro en la nuca, intentando reinventar una historia a la medida del verdugo:
“Lo peor fue vivir en un ambiente social de justificación y de comprensión con aquel crimen que marcó y cambió nuestras vidas para siempre. Convivir entre pintadas de exaltación del terrorismo, cruzarnos cotidianamente con personas que hacían gala de ser amigos de los matones, soportar reacciones de miedo o cobardía de ciudadanos enfermos moralmente. Soportar un ambiente de impunidad para el verdugo y de culpabilización para las víctimas. Esconder nuestra condición de víctimas, no nombrar, no denunciar en alto” (…). (Cristina Cuesta.)
¿Qué pasó en Euskadi para que las víctimas fueran consideradas, por una parte importante de sus vecinos, como verdugos? ¿Y qué otra parte, no menos importante, mirase a otro lado? La Historia nos muestra que, por desgracia, no es algo nuevo si sabemos interrogar al pasado. Si interrogamos a la Alemania nazi en el momento en el que los judíos eran criminalizados por no encajar en ese imaginario colectivo dogmático y excluyente que les deshumanizaba hasta el punto de culparlos de todos los males de un “pueblo”, en este caso el alemán. Si hacemos los mismo con el régimen fascista en Italia, con el Franquismo en España o con el Estalinismo en la antigua Unión Soviética, por poner solo alguno de los ejemplos más conocidos de procesos históricos en los que el colectivo negaba a una parte que lo formaba y la eliminaba por no encajar en el ideal creado: El primer paso del totalitarismo, el último sería la cámara de gas, el paredón y las cunetas, el tiro en la nuca o el gulag.
Y todo ello sustentado en el análisis distorsionado de un presente que mira de forma sesgada e interesada al pasado, que elabora una narrativa donde la honestidad, la ética y el rigor histórico se tapa con las paladas de la intolerancia y del dogmatismo. La historia pasa a ser un arma más al servicio de quien quiere imponer su mirada. Como nos recuerda el profesor Justo Serna con su ensayo “El pasado no existe” quien manipula influye alterando la información de los hechos y su significado compartido objetivo: los cambia para así modificar o impedir el comportamiento racional y razonable del destinatario; llena los vacíos con (sus) emociones.
En el ensayo coral “Naturaleza muerta: Usos del pasado en Euskadi después del terrorismo”, recientemente publicado y coordinado por Antonio Rivera, sus autores hacen hincapié precisamente en el riesgo que corremos de repetir un pasado traumático, y de que las circunstancias que alimentaron el nacimiento y socialización de discursos y prácticas totalitarias, en este caso de ETA, se vuelvan a repetir. Y es que como nos recuerda Sartori (1977: 33) reflexionando sobre el rol del lenguaje, sostiene que éste, el lenguaje, “predispone al pensamiento para un cierto tipo de explicación: el medio lingüístico incluye de por sí un modo de ver y un modo de explicar”. De ahí la importancia de la palabra, de cómo se nombre lo que ocurrió. En el caso de ETA se nos presenta un discurso nacionalista y anti democrático envuelto en la retórica del conflicto donde todos somos víctimas de ese conflicto. De ahí que si lo aceptamos, en última instancia las víctimas aparecerían como algo inevitable. Porque hay un relato de lo ocurrido que quiere presentarnos dos bandos enfrentados históricamente en el que ETA representaría la resistencia. De esta manera el asesino y el asesinado aparecen como iguales. Algo así, volviendo a líneas anteriores, como si el nazismo y sus víctimas fueran iguales, como si Franquismo y las suyas lo fueran, como si el Estalinismo, el fascismo italiano, o cualquier forma de imposición y negación del otro, lo fueran.
Así, durante años, se fue construyendo el día a día del relato de ETA en el marco de un nacionalismo excluyente que no solo justificaba el uso de las armas para conseguir un determinado fin, sino que lo hacía en torno a un discurso en el que no había lugar a dudas de quienes eran los culpables. Señalarlos con el dedo, aislarlos socialmente, amenazar sus vidas con pintadas, insultarlos por la calle, agredirlos o asistir impasibles ante su asesinato, se convirtió en un acto de normalidad que aún hoy cuesta entender. Ese es el legado de ETA contra el que hay que luchar para que algo así no se repita jamás.