Está de cambio…
Tiene pinta de que está de cambio…Yo le miraba sin entender lo que quería decir. Se había levantado un poco el viento pero el cielo estaba completamente despejado, ni una nube se atisbaba mirases por donde mirases. Date prisa y mete a las vacas en la cuadra que viene una buena. Yo seguía sin entender de qué me estaba hablando. No llevábamos más de una hora y aún quedaba tarde por delante para acabar la alambrada. Las estacas pesaban lo suyo y yo aún era incapaz de coger la maza y atestarles con la suficiente fuerza y contundencia como para que se fijaran a la tierra. Así que me tocaba clavar el pincho para hacer el primer hoyo donde apuntalar cada una. Vale que no era muy alto y se necesitaba cierta envergadura para coger el mazo y soltarlo con el suficiente recorrido como para que las diera de lleno y se ajustaran bien en la tierra. El primer golpe era el más importante.
Mientras estaba sacando el caño y acercando los fardos de hierba a los comederos yo me había escaqueado un momento. Subido en una parte del prao desde la que podía manejarme con la superioridad que requería la acción, cogí una de las estacas y tras haberla presentado bien, sin que se moviera, la dejé preparada para el golpe. Cogí la maza, que pesaba los suyo, me escupí en las palmas de las manos, como había visto que él hacia siempre, las froté y agarré el mango con la decisión de quien quiere demostrar y demostrarse que ya es un hombre y que puede hacerlo.
Los abuelitos con sus peinados afro de color blanco se zarandeaban por el viento que había empezado a levantarse, alguno de ellos azuzado por sus zarandeos se desprendía de sus pistilos y los dejaba volar a su aire. Mejor me centro en lo que tengo que centrarme, me dije, que siempre ando igual y va a tener razón que no estoy en lo que tengo que estar y me despisto con las moscas.
Pero es que esas plantas siempre me habían llamado la atención, desde el mismo nombre, “abuelitos”, que les daba una textura de cariño que sentías cuando estabas con él, pero que nunca acababas mostrándolo del todo y nunca tanto como para llamarle “abuelito”. Tú sabías que te quería y él que le querías, y no era plan de ponerte a abrazarle, se te hacía raro, sobre todo porque nunca lo habías hecho y ni se te pasaba por la cabeza. Tampoco se lo habías visto hacer a nadie, ni siquiera a tu padre. Se daba por sentado y ya estaba.
Que tal viejo, le oías decir a tu padre cuando os lo encontrabais, vivir a unos metros permitía veros todos los días, quizás fuera por eso, ahora que los pienso, la verdad que no lo sé. Al recordar la primera vez que oí a mi padre llamarle viejo a mi abuelo, se me hizo como raro que no le llamaba papá como hacía yo con él, quizás sea por cuando los padres se hacen mayores se les llama viejos y bueno, en ese momento le encontré como cierta lógica, por la edad y el paso del tiempo.
Me imaginé en el futuro, en el lugar de mi padre, haciendo lo mismo llamándole viejo a él y me pareció entre gracioso y solemne y también me dio un poco de pena, la verdad, tal vez porque no quería que mi padre se muriera nunca y viejo significa que el tiempo pasa para todos. No sé, también puede ser uno de esos razonamientos que haces después, con los que cubres el pasado para intentar explicar cosas que no entendías o que simplemente solo recuerdas de ellas las sensaciones y, joder, es tan difícil describir emociones con palabras que no tienes; no hay traductor de google que lo consiga.
En el momento en que el viento paró, levanté la maza con todo el ímpetu, la incertidumbre y los nervios de demostrar ese algo que acompaña a las primeras veces.
Demasiado apresurado, mal colocado, o simplemente demasiado joven para que saliera como yo había imaginado. El peso de la maza me venció justo en el momento que se alzaba a la altura de mi cabeza. No quise soltarla por esa instintiva razón de no querer darte por vencido a sabiendas de que ya lo estás. Cada ángulo que me separaba del ángulo recto era un instante más hacia la catástrofe y, como no podía ser de otro modo, acabé patas arriba con tal mala suerte que el zarzal que tenía justo detrás me hizo de colchón de espinas para amortiguar dolorosamente la caída. Las ortigas hicieron el resto.
Una carcajada limpia, contundente, rompió el silencio de la tarde y me hizo girarme de rápidamente olvidándome del dolor, el picor e incluso los sonidos que acompañan. Eso te pasa por “cazulitero” dijo mi abuelo que no era de mucho hablar, y menos de reír. Se acercó a mí, apartó la maza y me sacó del bardal. Yo no dije nada, pero una lágrima medio de dolor y de mucho amor propio herido asomó desde mis ojos. Al verla su rostro cambió y se me quedó mirando. Sin decir nada me dio un abrazo y me dijo: Anda vamos “que está de cambio”. Cada vez que lo abracé cuando ya no recordaba mi rostro, cuando abrazo a mi padre o a mi hijo, me di cuenta de qué era verdad, desde ese momento, algo cambió, y que tenía razón: “está de cambio”.