A vuelo de verso
Algunos poetas, más que jugar con las palabras, hacen con ellas malabarismos o las convierten en funambulistas. Los críticos nunca confiesan que no han entendido. Salen del paso diciendo que el poeta ha compuesto imágenes arriesgadas, como si las palabras se hubieran lanzado sin red sobre la hoja en blanco.
No es el caso del poeta cántabro Mariano Calvo Haya, quien recientemente ha publicado su tercer poemario, “La madera que arde”, y que en 1998, con “El prodigio de los pájaros”, fue el ganador del Premio Alegría, convocado por el Ayuntamiento de Santander. No, Mariano Calvo no es uno de esos poetas de la rarefacción, sino que escribe una poesía, que se entiende, como dice que tiene que ser el último Premio Cervantes, el poeta Joan Margarit.
La cita de Jorge Riechmann, que encabeza el libro, invoca a la belleza, a “toda la belleza del mundo”. Pero en el mundo, no solo hay belleza, también hay fealdad; no solo alegría, también tristeza; no solo amor, también odio; no solo vida, muerte, también; también hay guerra, no solo paz.
La poesía puede hacerse depositaria, tanto de lo bello, como de lo terrible, pone un verso elegiaco, para esto y, para aquello, uno hímnico. En el poema introductorio, “Salmodia”, el poeta lo dice, con una musicalidad de coro monacal, el vuelo emocional, que le/nos lleva, con palabras poéticas, de lo bello a lo terrible, haciendo bueno la sentencia rilkeana de que la belleza es el comienzo de lo terrible. Palabras aladas, que surcan el aire de la memoria, tanto de la personal, como de la histórica. De una memoria, que oscila entre la nostalgia y la melancolía, una nostalcolía, que contagia al lector, al menos a este, que de otros no puedo decir.
Comienza el viaje poético sobrevolando la naturaleza, depósito original de belleza. Una naturaleza que, lejos de utilizarla, en lugar de cantarla, como reprocha Joan Margarit -otra vez aquí- a los poetas occidentales, Mariano Calvo, canta en clave de réquiem, por la degradación a la que le ha ido sometiendo el paso el tiempo, tiranizado por el progreso, que ha ido distanciando la vida humana de otras vidas, que el poeta significa, sobre todo, en los pájaros, de los que desgranando muchos de sus nombres, que hasta un determinado momento añadieron vida a la vida, y desde otro cierto momento y, casi sin darnos cuenta, desaparecieron , descarnando el espíritu de la tierra, sin apenas su canto y su danza en el aire.
El sujeto poético, que se sabe y se siente ser culturalmente natural, o naturalmente cultural, lamenta lo que de natural se le ha hurtado a la naturaleza, degradando, así, la parte de cultura, que en ella tiene su origen, sin menoscabo, sin embargo, de su belleza, que se asienta en la mirada del poeta, y su memoria, que la recomponen, recordándole lo que le falta, con sus nombres reales, hechos poesía.
El tiempo ha pasado también por las biografías de los hombres, y se ha hecho historia. El poeta sobrevuela con sus versos lugares del mundo -tantos-, en los que la irracionalidad, por exceso de racionalismo, no se ha conformado con degradar la naturaleza, sino que también ha profanado la naturaleza humana, sagrada, como aquella, que no divinas.
Es sabido que, el filósofo Theodor W. Adorno, con diferentes formas de expresión, vino a decir que no “es posible escribir poesía, tras horror en Auschwitz”, y en otros muchos lugares del espanto, pues sería imposible escribirla bien, literariamente.
Pero, no, la poesía se abrió paso entre y frente la atrocidad, que como dejó dicho José Hierro, y otros, la poesía dice lo que no se puede decir bien de otra manera. Mariano Calvo lo dice poéticamente bien, para dejar constancia de su sentir por la fealdad con la que el hombre ha negado la belleza de las realidades natural y humana, que se compadecen tanto entre sí, que no se puede menoscabar la una, sin deteriorar la otra.
Entre la belleza dañada de la naturaleza y la deriva bárbara de la historia, discurre la existencia del sujeto poético, sobre el que el tiempo, a su paso, ha ido dando contenido a una conciencia, por la que ha llegado a saber que lo que espera de la vida y la historia, no siempre es lo que la historia y la vida dan, pero que quizá por eso le dota de una sensibilidad suficiente, para que el estremecimiento por la muerte de un perro en la carretera –“Escalofrío”-, quede grabado para apreciar la “humanidad” del perro que, solo él, reconoció a Ulises a su regreso a Ìtaca –“La sirena varada.
Un recorrido existencial, con pérdidas y promesas no cumplidas, que tampoco fueron formuladas, en el que los sonidos se alternan con los ruidos, la emoción se aviene con la reflexión, la contemplación se compadece con el argumento sin argumentación, para trazar tramos de la memoria personal e incorporarla a una memoria histórica, para desmemoriados. Y así, con versos sin ataduras métricas ni pleitesías a las rimas, pero con el oído atento a las exigencias rítmicas, pautadas con alguna que otra ironía crítica, Mariano Calvo Haya propicia que las cenizas de “La madera que arde” en los incendios del mundo fertilicen los espacios de memorias emocionalmente impresionables, y no se las lleve el viento. Sople como sople.