La madriguera L: «El monstruo fuera de la cabaña»
EL MONSTRUO FUERA DE LA CABAÑA
Mariano Tejera Saiz
A mi casa llegan las noticias como podían llegar hace cien años a cualquier otra fuera de la urbe. No vivo en ningún sitio apartado, soy yo el que hizo un voto de aislamiento parcial. De esta forma me aseguro la veracidad de mi entorno, sin necesidad de juzgar la credibilidad de lo que llega a mis ojos u oídos. No entra un solo periódico. La televisión no está disponible para nada que no sean historias ficticias. El ADSL solo se emplea para trabajo o estudios. Me rodean diferentes formas de contaminación, sí, pero me ahorro la nocividad mediática. Las noticias llegan como podían llegar hace cien años al habitante de una casa en el monte que una vez por semana bajara a la ciudad para no perder del todo el contacto con la civilización. Le imagino visitando todas las tiendas en las que le era preciso comprar, poniendo atención a lo que tendero y clientes hablaban. Inmiscuyéndose en las conversaciones y participando en ellas si tenía algo que aportar, o si alguno de los demás intervinientes le generaba cierta confianza. “Se dice, se cuenta, se rumorea…” comenzarían ellos, para él añadir lo que tuviera que añadir, lo que se le ocurriera sobre la marcha, experiencias anteriores o reflexiones al respecto grabadas en la mente, porque no había papel ni tinta en la soledad de su destierro. Siete días entre una visita y la siguiente. En su justa medida, el sonido de las voces humanas sería una cura preventiva de la locura. Una alternativa necesaria a vivir hablando con cabezas de ganado o con el rumor del viento entre los eucaliptales.
El hombre siempre ha de recordar aquello de lo que se aleja. Cotilleos o bandos oficiales, defunciones o alumbramientos… cualquier tertulia sería adecuada en ese propósito. Y por muy mal orador que se fuera, siempre podría tirar de tópicos para alargarla y degustar las contribuciones que a ellas hicieran los que las iniciaron. Después, el camino a pie o sobre un carro tirado por una mula, y el frescor del aire en movimiento le ayudarían a poner en orden toda la información. En su casa dispondría de otra semana para sacar conclusiones si fuera preciso. Pero el camino de ida y vuelta le serían suficientes, porque muchas veces al regresar a las tiendas, todas esas ideas que habría escuchado y después estudiado en soledad carecerían de validez. Demasiados cambios. Lo que se decía, se contaba o se rumoreaba era muy diferente de lo de siete días antes, y él lo aceptaba porque lo efímero se asume como si nunca hubiera ocurrido.
La realidad no se diferencia tanto de las fábulas. Casi siempre hay una lección que aprender, pero la mayor parte son ocurrencias de una mente más o menos creativa. Él, a diferencia de los demás, podría filtrar qué era verosímil y qué no. Solo unas pocas del montón de palabras, frases y oraciones captadas por sus oídos llegarían a ser algo más que habladurías; pasatiempos. Este hombre, gracias a su inconexión, y aunque pudiera seguir los discursos y aportar sus argumentaciones, observaría como cierta únicamente a su experiencia para poner en cuarentena lo demás, cuando no rechazarlo definitivamente. Si dejo a ese hombre solo en su cabaña para regresar a las certezas de mi presente, despierta la misma sensación de involución que he tenido siempre. Muchos de sus vecinos se unían como muchos de los míos ahora a un afán suicida. Todos anhelando armas, bien sean munición para pistolas o palabras que trepanen sus cerebros, no sin antes haber disparado sus ráfagas a discreción. No lo saben, pero el cañón rota hasta su sien mientras creen acabar con el adversario.
Hace mucho que perdí la esperanza de que lo malo nos une para hacernos más fuertes. Lo malo nos debilita y nos enfrenta aún más. Hay algo en nosotros que nos insta a buscar un enemigo, aunque el enemigo ya exista en forma de enfermedad. Y aquí es inevitable referirse al mal cine hollywoodiense y a su representación de la unión de bandos, históricamente enfrentados, para aliarse ante ataques químicos o invasiones alienígenas. Las opiniones críticas a estas películas se suelen referir a la poca credibilidad del acercamiento extraterrestre, cuando es la actitud humana lo menos verosímil en sus guiones. Apenas encuentro algo de optimismo si pienso en la mayoría que parece minoría por no hacer ruido. Las personas que, como el habitante de la cabaña, dan por cierto solo lo que ven y, por ese motivo, tampoco se obstinan en añadir su voz a un grito sin cerciorarse antes de que ese grito comunica. Se rebelan ante quienes consideran al silencio la nada. Muestran su disconformidad con movimiento, trabajando por lo que consideran necesario cambiar, conocedores de los términos protesta y solución hasta el punto de no considerarlos sinónimos. La vida en sí es la enemiga y a ella hay que enfrentarse; a ese monstruo tricéfalo que deja al azar los sucesos incontrolables de una de sus cabezas mientras las otras dos enfrentan nuestra voluntad y la de quien quiere someternos pasando por encima de los grises y sus resquicios, obviando todo lo que se encuentre entre el blanco y el negro, el bien y el mal. Todo lo llevado al absoluto es más sencillo de desenmascarar cuando interesa. Por eso, solo esos pocos que se mantienen en la cautela de los puntos intermedios suelen acabar perdiendo. Porque su verdad, aunque trabajen en independizarla de la de los demás, sigue ligada a la ciudad, a los tenderos y a los clientes. La vida es un monstruo que no sube a la cabaña; espera en la ciudad a que regreses.
Imagen “El observador tranquilo, 2016. Oleo sobre lienzo. 40 x 49 cm” cedida para “La madriguera» por su autor Juanjo Viota
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