DesnudaVirus
Cada día de aislamiento me fue metiendo en una extraña burbuja, hecha de miedo, ansiedad, confusión, de esperanza, de angustia, de agarrarme a un clavo ardiendo, de chutes de intensidad hecha de extremos, de no saber dónde estar, pese a estar siempre entre cuatro paredes: la habitación, el baño, la cocina y la ventana, esa ventana de la galería que hacía de pantalla para ver una película rodada en nuestro cuerpo y estrenada en los quirófanos, las salas de espera, las urgencias, los sonidos de ambulancia, los aplausos, las voces de internet, las mirada de distancia, las mascarillas, las máscaras, las palabras destruidas y levantadas en muros de no entiendo lo que pasa. Las noticias muriéndose a la entrada de la verdad. Y las heridas sin saber cómo ni cuándo cicatrizar.
Me desnudaron, me dejaron a la intemperie de mi propio escalofrío. De repente lo que era igual sonaba a distinto, el filtro era otro y todo quedaba diluido en la microscópica sentencia de un virus. La piel se rebeló en un conmigo o contra mí que arrasaba con todo lo que se ponía en medio. Una larga tarde de domingo preámbulo de tantos lunes al sol. Y todo afecta más y todo se vive más, de un más que nos hace de extremos, quizás porque cuesta cogerle la medida a la soledad, a la incertidumbre y saber escuchar y dejar un espacio a los silencios, los propios y los ajenos, aunque asuste hacerlo, porque es verdad, da miedo. Miedo a saber que eres tan frágil como siempre has sido, a no saber manejar los algoritmos del ruido y dejarte llevar por una tempestad que también has creado tú mismo.
Y en las madrugadas de las noches calladas que velaban los muertos que estaban por llegar y los que no encontraban su sitio, alargabas la mano para palpar el abrazo que nunca había sido, encontrabas la calma. Y volvía el vacío con su ademán conocido de viejo amigo que sabe que hay horas en las que sales a reventar los oídos, a disparar sin mirar, a estirar tanto la cuerda que rompes el silencio a gritos. Y entre tantos tic, tac de un reloj digital donde la pared es el ovillo en el que te metes cuando no encuentras ningún sitio donde huir, ese virus te ha desnudado mostrándote los monstruos que te habitan. Los que hacen que te lleven los demonios a ese lugar donde los ojos ya no saben mirar. A ese lugar donde intentar respirar lo que está pasando se castiga con la hoguera.
Me dejaba la luz y la radio encendida para sentir compañía. Las videollamadas eran una especie de nada con aspecto de vida. Como una raya de cocaína que te metes de madrugada para no quedarte dormido y seguir hasta las tantas. Para hacer del ruido tu aliado aunque en el fondo sabes que lo acabarás pagando caro. Pero bueno, te da igual, el caso es acelerar.
El síndrome de abstinencia es demoledor, cuando cierras la puerta, o te dan con ella en las narices, cuando no te queda más remedio, por elección propia o porque todo acaba reventando. Te arden los pulmones y el dolor en el costado, y esa sensación de asfixia que no sabes si es la ansiedad por el miedo a que el hospital se convierta en cementerio. Y te compras un termómetro, y cada décima es como un golpe en la sien. Luego llamas por teléfono para ver si al otro lado encuentras respuesta. Te imaginas un quirófano con las vías puestas o intentando coger aire de cualquier lugar que te deje respirar. Y esa intensidad que traías de serie y que, confinada, hace que te conviertas en una bomba de relojería que mira por la ventana y convierte lo que le rodea en su onda expansiva.
Tal vez por eso paras y respiras, y vuelves a parar para coger distancia. Y todo sin salir de las cuatro paredes de esta casa. Le has dado tantas vueltas a la cabeza y el corazón que has cambiado los meridianos de los sentidos, la trayectoria del punto fijo, hasta el recuerdo del último tiro que te metiste por esa persona a la que perdiste y que, cuando ya no te queda más, cuando ya no encuentras más, te reúnes con ella, en el vacío de una tristeza que no se te despega, ni lo hará nunca. Y así, tras dar tantas vueltas, exhausto, acabas frente a ella, diciéndola, “esta vida es una mierda, y no te tenías que haber ido, joder, sería todo tan diferente si estuvieras…”. Y “diferente” significa mejor. Es como si solo supieras que tienes ancla cuando la pierdes y luego lo que te queda es nadar contra corriente. Y no siempre tienes fuerzas suficientes…Y te ponen demasiado fácil el dejarte llevar.
Y, llegados a este punto, te acuerdas de Él, de los días que has pasado sin poderle ver, de cuanto le has echado de menos y de que eres mejor persona cuando está contigo.
Este puto virus mata, desnuda, pero también te muda de piel. O te da la oportunidad de hacerlo.
Veremos que sale.