El virus del refugiado

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“Podemos plantar nuestra silla en la playa tantas veces como nos plazca y gritarles a las olas que llegan a la orilla, que el mar no va a escucharnos ni a retirarse de allí…” Así nos recordaba Zigmund Baumman una cita de Robert Winder en su ensayo “Extraños llamando a las puertas”.

En nuestras manos está que las olas estén vivas o muertas.

“Los refugiados siempre han sido unos extraños. Y los extraños tienden a causar inquietud porque son aterradoramente impredecibles, a diferencia de las personas con las que interactuamos a diario y de las que sabemos qué esperar” . Certezas que, a día de hoy,  se tambalean cuando miramos a nuestro vecino con la «incertidumbre» de la mascarilla, de la distancia de seguridad, de la amenaza invisible.

Añade Baumman que la figura del refugiado enfrenta a los ciudadanos de los países más desarrollados a la incertidumbre: representan cada vez más una competencia indeseable por un bienestar que se vuelve más y más escaso como consecuencia de políticas económicas que aumentan la desigualdad y precarizan la vida de las personas”.

El miedo al contagio puede llegar a ser algo irracional. Algo tan microscópico capaz de causarnos tanto daño, de desestabilizar no solo nuestra vida, sino una forma de vida construida a golpe de (falsas) certidumbres que, como velos superpuestos, acaban por no dejarnos ver lo que nos rodea y nos encierra en un simulacro de libertad.

Y es que como decían Adorno y Horckheimer sobre la industria cultural moderna “la libertad de elección se revela en todos los sectores como libertad para siempre lo mismo”[1].  Dicho de otra manera, acabamos creyendo, o convenciéndonos, de que lo que vemos es lo único que hay. Y como en  el relato de Voltaire «Cándido o el optimismo» pensar que no puede haber nada mejor de lo que ya hay. Así, bajo esa losa deberemos de proteger lo poco que nos queda pese a quien pese. Qué cruel dosis de pragmatismo disfrazado de realidad que mata, que entierra, que decide quien vive y quien muere.

Por eso cuando esa realidad nos interroga a modo de fotografía, de imagen de telediario, de masacre en el mar, en la tierra o en el aire, “todas estas indignidades morales no sólo son cada vez menos noticia, sino que salen cada vez menos «en las noticias». Y es que, por desgracia, el destino de las grandes conmociones es terminar convertidas en la monótona rutina de la normalidad, y el de los pánicos morales es consumirse y desvanecerse de nuestra vista y de las conciencias, envueltos en el velo del olvido.”  recuerda Baumman.

En ese proceso de “olvido”  las categorizamos de tal manera que convertimos a cada refugiado en un “otro” indefinido y que genera rechazo. Es como si, de alguna manera, lo acabásemos reduciendo  a la categoría de un virus que nos va a contagiar su pobreza, su guerra, su miseria. Y claro, –no hay mascarillas, ni respiradores para todos-. Un “otro” al que poco a poco, o de golpe, le vamos quitando aquellas capas de humanidad que impedirían su negación, que nos pondría frente al imperativo moral Kantiano[2] de buscar una solución en la que nadie se quedara atrás. O, de no hacerlo,  que nos pondría frente al espejo de nuestra propia deshumanización. –Y así nos confinamos a golpe de frontera, de tratado de la vergüenza, de concertinas, de devoluciones en caliente, de levantar muros para no ver al diferente, de «primero nosotros…»-.

Y así les despojamos de pasado, de familia, de vida, de todo aquello que nos podría recordar que podríamos ser nosotros. Y además, al hacerlo, nos despojamos a nosotros mismos, de memoria, de nuestra historia, de todo imaginario compartido con quienes llaman a nuestras puertas, aunque confinados hagamos oídos sordos en un “bastante tengo yo con lo mío y sobre todo ahora con la que nos viene”.

Un pasado de emigrantes, de hambruna, de exilio, de guerra, de ser considerado un extraño que llama a las puertas. Incluso si nos reconocemos en ese pasado, necesitamos vestirlo de tal forma que nos diferencie.  Y lo hacemos diciendo que nosotros somos/éramos diferentes, es decir,  “mejores” para así darnos la coartada que todo sentimiento de distancia,  de superioridad, de negación, necesita. Y, cuando eso sucede, es un paso menos para poner la rodilla en el cuello de un negro, sea de donde sea, sea del color que sea, simplemente es ese “otro” al que hemos despojado de todo aquello en lo que nos podríamos reconocer y le hemos vestido con todo aquello que no  reconocemos de nosotros mismos.

Y sentados en la playa, a la sombra de un viento que ha dejado de respirar, miramos el horizonte de esta nueva normalidad / que nos dice que nada de los que sucede, ni ahora ni antes, es normal….

Y que nadie puede ponerle  puertas al Mar…

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Imagen: Mujer con mascarilla (Covid 19) fotografiada frente al último grafiti (2019) de Banksy pro refugiados en el barrio de Dorsoduro en Venecia (Italia)

Notas: 

[1] Max Horckheimer y Theodor Adorno. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid. Trotta. Pág 212

[2] Aquí me refiero al imperativo categórico que se resume bien en máximas como “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal” (En Crítica de la razón Práctica).

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