No dejes que muera solo
“No me dejes morir solo”, yo no entiendo esta pandemia, este cúmulo de ausencias que se quedan sin responso. Yo no sé si las respuestas las tendrán solo unos pocos, o quizás nadie, pero no puedes olvidarte, no me dejes morir solo. Tampoco se quien escribe el relato de lo que ha ocurrido, o si aún quedan márgenes en donde anotar los silencios, las salas de espera, las edades de quienes eran demasiado viejos, demasiado enfermos, demasiado poco tiempo para que se les atendiera. No sé si las cifras son o no son ciertas, no sé si se podría haber hecho mejor o no, tampoco sé si se puede gestionar tanto dolor colectivo, tanta información que sabe de un todo que solo hace enemigos.
Y ese “No me dejes morir solo” se convierte en latido que bombea en el fondo de cada ataúd vacío, de cada familia que no ha podido despedirse, de cada víctima, de cada sesgo, de cada no hay respiradores para todos, ni camas de UCI para todos, de cada criterio que ha tenido que elegir quien se ponía a un lado y al otro de tener una oportunidad. De cada respuesta que desconozco, la verdad.
En la habitación de la soledad, donde el aire está infectado y te encuentras entubado sin saber si podrás respirar un poco más…No me puedo imaginar lo que eso significa, el duelo de las mejillas desolladas por tus lágrimas. Este puto virus ha reabierto esas heridas que nunca estuvieron cerradas. Y en cada cama de hospital, en cada habitación confinada, en las calles asfaltadas con la ausencia, en cada una de las residencias, “no me dejes morir solo” se convierte en epitafio el último reclamo de quien sabe que se muere y pide que alguien lo acompañe.
Lo siento, siento no haber podido estar a tu lado, cogerte la mano, quebrarme contigo, siento no haber podido atravesar el pasillo que me acercaba a tu abrazo. Siento no haber estado, no haber podido, haber sufrido esta orden alejamiento que “por el bien de los vivos” te dejaban ahí, solo:
“Así como del fondo de la música / brota una nota / que mientras vibra crece y se adelgaza / hasta que en otra música enmudece, / brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen
recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes, / y queremos gritar y en la garganta / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen.” (Poema «Silencio» de Octavio Paz, leído en el homenaje a las víctimas del coronavirus).
Y te juro que no lo entiendo, quizás sea por ese ruido que nos acompaña desde entonces, que siempre ha estado ahí y aparece como un nuevo rebrote. Incapaces de escucharnos en el Silencio, ese que todo lo conoce, porque abre un espacio para reconocernos, para sentirnos y pensarnos sin las interferencias del atentado con detonador en la palabra que te estalla en la boca para escupir al contrario, al enemigo, al adversario, a esa “reencarnación del mal” construida desde nuestra trinchera del miedo, del “necesito un culpable para que esto tenga sentido, pero no uno cualquiera solo me sirve aquel que ya lo era, solo me sirve aquel que ya lo era”. Y tal vez por eso nadie escucha al Silencio, porque si lo hiciera llegaría la voz de quien decía “No me dejes morir solo”.
Porque quizás les debemos a quienes ya no están, a quienes han muerto, les debemos ese silencio del que habla Octavio Paz en su poesía, se lo debemos como lugar por el que transitar entre una punzada y la siguiente, entre el dolor que asoma en boca y embrutece, y encoleriza. Quizás les debemos guardar silencio, de ese silencio que escucha, que ordena, que ubica, que coloca todos los sentimientos que la razón no entiende. Se lo debemos como espacio para el recuerdo, para la memoria, para la justicia, como lugar de reencuentro cuando las palabras se agotan y solo queda una mirada, el hilo débil de una palabra que se aferra a tus ojos. Por favor, “No dejes que muera solo”.
Y no es equidistancia, sino tiempo para entender lo andado, para descifrar las coordenadas de un terremoto que nos hace tambalearnos y en el que aún estamos intentando fijar su epicentro. Guardar silencio no significa renunciar a la palabra, a buscar respuestas o responsabilidades. El silencio sería la primera palabra que nace del duelo por quien no está, la primera palabra que nace del profundo respeto por quien ha muerto. La primera palabra es ese silencio para abrazar a los seres queridos de quienes han fallecido. La primera palabra no entiende de banderas, ni de partidos, ni de discursos. La primera palabra les pertenece a ellos, a todas y cada una de las personas que de la noche a la mañana han desaparecido de nuestras vidas.
Lo siento, siento si no he sabido transitar ese silencio, si he tropezado con el enfado, con la rabia, con el dolor y con el miedo. Siento no haber sabido guardar ese silencio. Siento haberte olvidado tan pronto y haber dejado de escuchar “No dejes que muera solo”
Lo siento.