De himnos y desafines
La RAE, en su cuarta acepción, nos dice que un himno es una composición emblemática de una colectividad, que la identifica y que, además, une entre sí a quienes la interpretan. Y oiga usted, si lo dice la Real Academia pues será.
Mis primeros recuerdos sobre el tema se retrotraen a aquellos mundiales de infancia: España 82, México 86, Italia 90. Antes del partido, los futbolistas formaban a un lado del trío arbitral y comenzaba a sonar el himno por megafonía. La cámara entonces recorría uno a uno los rostros congestionados por la emoción y el calentamiento previo al choque.
Allí estaban los ingleses, hechos una piña y desgañitándose con el God Save the Queen (no confundir con la de Sex Pistols); los alemanes, todos rubios, como en los cromos, también clavaban la mirada al frente y fruncían el entrecejo mientras cantaban. Y que decir de los franceses y su Marsellesa, eso era un himno como dios manda. Tieso en la fila y portando el brazalete, Platini se daba un aire a Robespierre mientras alzaba la voz. Hasta los entrenadores, que siempre tenían pinta de ser un poco borrachines, cantaban el himno en la banda con semblante afectado.
Luego estaba la hinchada, que no sé si por la acústica de los estadios o por alguna extraña ley física, convertía a miles de pésimos cantantes en un coro celestial que conseguiría erizar el vello hasta al fulano más apátrida. Llegado el momento, comenzaban a sonar los primeros acordes del himno español con ese aire marcial de la intro y a ese niño que yo era le embargaba un atisbo de emoción. En el colegio habíamos aprendido extraoficialmente aquella letra de Franco y el culo blanco, que aunque métricamente encajaba como un guante, aún siendo un mocoso, suponía que en el estadio nadie iba a atreverse a entonar.
Nuestro once de gala entonces, bastante cenizo en lo deportivo, a falta de letra, iba endureciendo el rostro en señal de disimulo al paso de la cámara. Y claro, no era lo mismo; así que, nuestra afición, alentada por un entregado Manolo el del bombo, tarareaba una suerte de melodía tímida y desafinada y el efecto heroico iba desvaneciéndose antes de que el arbitro soplara el silbato. No había comenzado el encuentro y ya habíamos perdido en el himno.
Después vendrían los intentos de componer una letra; lo de Marta Sánchez, etcétera. Nada. La iniciativa triunfó menos que el esperanto. Al menos, ahora cuando juega la selección y suena el himno, nuestro capitán levanta mucho el cuello, clava la mirada en los drones que sobrevuelan el terreno de juego y se muerde por dentro los carrillos. Cantar no cantará, pero su cara es todo un poema. El chaval lo vive y suele lanzar los penaltis a lo Panenka, nada que objetar.
La cuestión, que me enrollo, es que el otro día vivimos un nuevo episodio (y ya van unos cuantos) a cuenta del himno patrio. Viajaban rumbo a Bolivia, juntos y en compañía, el rey no emérito y el vicepresidente de la ínsula de Galapagar, lo cual puede parecer el comienzo de un chiste, pero no lo es.
Probablemente, el karma de la excursión transoceánica tampoco era el más apropiado. A su llegada a tierras ‘’indígenas’’, los recibía a pie de pista (con la solana que debía pegar) la música de una pequeña orquesta engalanada para la ocasión. Las mascarillas no lograron disimular las caras de póker de nuestros (ejem) representantes, mientras la banda (no en sentido peyorativo) daba rienda suelta a su creatividad.
A decir verdad, personalmente, quizá por lo novedoso, me gustó más que la versión reglamentaria. El himno con ese aire desacompasado de vientos y percusión, interpretado de tal forma, tenía un aire a desfile carnavalesco de Mardi Gras que me trasladó durante unos instantes al barrio francés de Nueva Orleans, Bourbon Street, la gran Luisiana, el viejo imperio y tal. Todo quedaba en casa, al fin y al cabo.
Unos se lo tomaron como un sacrilegio orquestado, si me permiten el juego de palabras, por la masonería diabólico-podemita, otros como una justa venganza bolivariana de lectura pos colonialista y a otros, más allá de la chanza, nos ha dado exactamente igual. Al final, el tiempo pone todo en su lugar y, visto lo visto, la letra del culo blanco encajaba con el ritmo y tampoco estaba tan mal traída. Muerto el perro se acabó la rabia; mas ahora, que la familia Franco está a punto de ser desalojada de un pazo que tienen por ahí okupado. Pero eso, mientras la RAE no diga lo contrario, es otra historia.