Austrohúngaro, de toda la vida

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Dicen que lo que realmente define a un artista es que posea un estilo único, un lenguaje peculiar, diferente al resto, reconocible en apenas una mirada o una escucha. Hay artistas enrollados, estrambóticos, comprometidos, atormentados, locales, globales, transgresores, enchufados, incomprendidos; hasta los hay que se las ingeniaron para convertir en virtud sus muchos defectos, o al menos rentabilizarlos. Hay artistas para todos los gustos: de fresa, sin gluten, de menta poleo, para cada estación del año, para cada día de la semana, a domicilio, para tomar en barra o para llevar.

Unos viven holgadamente, otros simplemente sobreviven y la mayoría malviven de su talento. A ese último grupo solemos referirnos como bohemios; que aquí cada cual se consuela como quiere. Hasta ha habido artistas que, bien por negligencia o tratando de llamar la atención, entregaron su vida a la causa y donaron a la mitología un bonito cadáver, en caso de que un fiambre pueda hacer gala de algún tipo de belleza.

Luego, por encima de los anteriores, están los artistas que han transcendido hasta tal punto que han convertido su apellido en adjetivo, tan profunda fue su idiosincrasia. En ese olimpo juegan ya pocos. Sirva como ejemplo goyesco, felliniano, kafkiano y como no, acabáramos, berlanguiano. El otro día se celebraron, por decir algo, diez años del fallecimiento del cineasta valenciano. Diez años que han sido, si me permiten, de los más berlanguianos. Cuestión que, he de reconocer, es ventajista y algo tramposa; pues cualquier tiempo es y será berlanguiano. Per se.

Retomando el asunto, otro aspecto que suele diferenciar al verdadero artista del impostor es la intuición. Berlanga, sirva de nuevo como ejemplo, la tuvo a paladas; supo anticiparse y atreverse a meter el dedo en la llaga, sacando a relucir las miserias del franquismo (Plácido, Bienvenido Mr Marshall, El Verdugo), la decadencia garrula de una aristocracia venida a menos (La escopeta Nacional, Nacional III) o un poco más adelante, la corrupción de aquel partido que a finales de los ochenta gobernaba en España y ya entonces poco le quedaba de socialista y obrero (Todos a la Cárcel). Hasta tuvo tiempo de dejar a un lado lo público para centrase en lo privado; permitiéndose dirigir una oda romántica a una muñeca hinchable (Tamaño Natural). Ahí es nada.

Berlanga es caos y esperpento, Valle Inclán, Larra y Quevedo, conversaciones cruzadas, galimatías y ternura, recortador de censuras, interminable plano secuencia. Yo, tú, él y nosotros. Por eso quizás, en un intento de sacudirse una tierra y un carácter que tan bien conocía, en todas y cada una de sus películas hacía una referencia al imperio austrohúngaro. Algo que probablemente comenzó como una broma, pero convirtió en marca de la casa. Un absurdo que, en ocasiones, metía con calzador y en el momento menos esperado; un imperio extinto, de breve recorrido, casi olvidado, aquel de Francisco José I y Sissi emperatriz, una patria imaginaria de nombre pomposo. Genio y figura.

No hace tanto me acordé del maestro pues leí por ahí que el legítimo heredero de tal imperio, el piloto automovilístico Ferdinand de Hasburg Thyssen y algún apellido más, cual príncipe de Zamunda, concienciado con la causa sanitaria, estaba ayudando a reponer en un supermercado de Viena. En la foto, su majestad, lucía su jeta real a bordo de una trespaleta, rodeado de estanterías, latas de conserva y cajas de cereales. Diría que la estampa era bastante berlanguiana, pero me lo ahorraré para no desgastar el término más. Que luego ya saben, abusamos tanto de algunas palabras que acaban perdiendo la fuerza y la gracia. Aparte, un servidor, austrohúngaro de toda la vida, jamás se pronunciaría en contra de su alteza ¡Por quién me han tomado!

 

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