Historia de una manzana: el número 15 de la calle Alta resiste al vacío
Un día, en Villacarriedo, María Montesino (La Ortiga), socióloga investigadora de costumbres en el medio rural, señalaba a dos viviendas tradicionales que compartían viga para describir los lazos, los destinos unidos, que se tienen en los pueblos con los vecinos, con los que se comparte, literalmente, la estructura que mantiene en pie el edificio.
Es un fenómeno parecido al de la vida en comunidad de vecinos y los gastos comunes para reparaciones que afectan a todos.
En Santander, lo aprendimos a lo bestia hace 13 años un puente de la Constitución, cuando un edificio de la Cuesta del Hospital se desplomó, como consecuencia de unas obras sin la licencia adecuada en el edificio anexo, causando tres víctimas mortales.
Trece años después, no sólo es que las cosas no hayan mejorado sino que han ido a peor; más solares vacíos, más abandono en los que ya lo estaban, menos vecinos y la asociación de vecinos disuelta de puro hartazgo; pocas ideas –más allá del ascensor que quiere conectar el Pasaje de Peña con el parque de arriba, bajo los juzgados, y que también ha quedado paralizado al aparecer los restos arqueológicos cuya existencia ya paralizó obras en la misma zona en el pasado–.
Fondos estatales o europeos se ofrecen como solución, mientras en la Casona municipal se limitan a constatar que los edificios son propiedades privadas –tan privadas como lo fueron mientras se iban sucediendo anuncios–, mientras nada queda ya de proyectos públicos como la gran plaza central del Cabildo.
Lo único que sigue vigente es el mensaje de los Gómez Colmenero de la importancia del urbanismo y de la información clara, por sus consecuencias directas en la vida de los vecinos –lamento que años después el eco llevó a la S-20, con Amparo Pérez, y, más adelante, al Pilón, el barrio que consiguió cambiar una Ley para proteger sus intereses frente a la alianza político-ladrillo-banca–
Y ese recordatorio, esa actualización de que las campanas siempre doblan por ti, de que, si no se refuerza, si no se hace algo extraordinario, el curso natural es que lo que sucede en un edificio afecta al otro.
En la calle Alta, en la acera del Parlamento, poco antes de llegar, hay –decimos hay porque siguen en pie, pero también nos valdría un había—cuatro edificios seguidos, apoyados el uno en el otro.
Allí se agolpan las declaraciones de ruina, por tanto, los derribos, de los números 13 y 17. El 13, centenario, ya se vio afectado por la ruina del anterior, el 11 –donde estaba la sede de la asociación de vecinos–, que a su vez había afectado al 9. Queda, encajonado, arrinconado, el 15.
En el 13, más de diez años desalojado, la falta de apoyos ha ido haciendo que se pierda estabilidad y que empiecen a producirse torsiones en la estructura, y el resto del trabajo lo ha hecho algo tan inevitable en Santander como diez años de lluvia, que han acabado afectando a la propia estructura de madera.
El coste de reparación se estima en 152.627,62 euros, que es un 76% del valor, por lo tanto, se habla de ruina económica.
El número 17: de las filtraciones a la ruina
El último proceso de ruina comenzó el pasado mes de julio, en el número 17, y si bien se presentó como un hecho consumado, con inicio de los trabajos, el hecho de que esté en los tribunales indica que todavía hay partido.
La historia de cómo se llegó a esta situación se relata en la demanda presentada por una de las propietarias para frenarlo, ante el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 1 de Santander, a la que ha tenido acceso EL FARADIO,
Es un inmueble sobre el que se decretó la ruina el pasado mes de julio, alegando ruina económica, esto es, que los costes de reparación de edificio superaban en más del 50% los del valor de la edificación.
Pero los demandantes advierten de los “defectos” de procedimiento y las resoluciones “contradictorias” o sin motivación adecuada, así como los “incumplimientos sistemáticos y reiterados” que se han producido durante la tramitación de los expedientes.
El resumen es muy gráfico: “lo que en un inicio constituían obras de escasa entidad y escaso coste destinadas a reparar filtraciones de la cubierta y reposición de algunos elementos estructurales afectados de pudrición por esas filtraciones, ha devenido en supuesta ruina económica en julio de 2019, y en supuesta ruina inminente en julio de 2020”, resumen.
Porque todo empezó en 2007, con unas filtraciones que acabaron dañando al tejado.
Los demandantes se remontan a 2013 para recordar que ya entonces el Ayuntamiento emitió, a raíz de la denuncia de un vecino, de un informe en el que se instó a los propietarios a reparar daños y desperfectos, “agravados con el paso de los meses y los años”, y constaba una sentencia judicial sobre obras de reparación, que no fue ejecutada.
Estas medidas, según se detalla en la demanda, fueron recurridas y se logró una prórroga por una empresa inmobiliaria que aseguraba tener la representación del conjunto de la comunidad de vecinos. Pese a los avisos de los vecinos de que no era así, a esa empresa le siguieron llegando las notificaciones del resto del proceso. A los vecinos que indicaban que se estaban incumpliendo los plazos, el arquitecto municipal les respondía que era la comunidad la responsable de tomar las decisiones. Para entonces, estamos ya en 2015.
Los siguientes escritos del Ayuntamiento hablaban ya abiertamente de demolición del edificio ante su “situación de conjunto”.
En este punto, los demandantes inciden en que la alusión a esa “situación de conjunto” no se comunicó a los vecinos ni constaba acuerdo municipal que hubieran podido recurrir, ni, posteriormente, el estudio de detalle al que se refieren otros escritos.
Van avanzando los trámites, con cambios en la gestión de la comunidad incluida –y varios problemas en la comunicación de las notificaciones–, incluyendo la mediación en el proceso de una constructora, a la que, nuevamente, se alude sin que conste.
Se imponen multas a la comunidad (3.000 euros), por hechos en “abierta contradicción” con órdenes municipales, que venían otorgando a prórrogas, multas que además no se ejecutaron,
En abril de 2017 las obras de reparación se estimaron en 94.486 euros . En 2019, ese coste era ya de 219.264 euros. Es decir, se multiplicó por 2,3 veces.
Pero los demandantes detectan que los presupuestos aluden a “gastos adicionales”, sin detallar, cifrados en un 20%, además de incluirse en los presupuestos los impuestos, extremo que se rechaza.
En cualquier caso, se cuestiona el cálculo municipal, ya que los demandantes entienden que “el valor del edificio no puede establecerse en ningún caso en una cifra inferior al valor de referencia establecido por la Agencia Cántabra de Administración Tributaria” que es de 786.530 euros, lo que afectaría al cálculo de las proporciones de sus costes de reparación respecto al valor y, por tanto, la declaración de ruina.
Los demandantes acusan al Ayuntamiento de “consentir” que la comunidad incumpliera “sistemáticamente” las órdenes de reparación.
Una vez ordenado el derribo, también se incumple el plazo, sin que se actúe de forma subsidiaria por el Ayuntamiento (práctica relativamente habitual).
Por lo que piden la anulación de la declaración de ruina, y la declaración de responsabilidad del Ayuntamiento, al que reclaman que indemnice al demandante.
En la calle, poco antes, en el número 13, una experiencia artística retrata a un hombre llamando a la puerta. Las instalaciones artísticas acabarían yéndose al comprobar que el propio barrio ya daba por sí mismo escenas propias de una ficción. Y, sobre todo, al constatar que en ese puerta ya no va a abrir nadie.
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