Desde la línea

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“Varios kilómetros más allá otro jornalero se afana en la misma labor. Misma pregunta. Pues trabajar. Hay que dar de comer a la familia. Es jodido. Pero qué le vamos a hacer por lo menos tengo trabajo. Es lo principal”[1]

Y encima no te quejes, porque tienes trabajo, se oye decir desde la línea del trabajo precario, de las horas extras no pagadas, desde la cola del paro, desde el subsidio prolongado hasta luz apagada y la lavadora puesta  a las tres de la mañana. Has oído  en la radio que a estas horas cobran menos, no sé qué de la libre competencia y las eléctricas. Y por eso de las asociaciones mentales te sientas en la silla  junto a la pequeña galería donde cuelgas parte de la ropa, no toda, porque todo no cabe y si se acumula demasiada salen las humedades en la pared. Abres un poco la ventana para que entre el aire: Esta ropa no se seca ni de palo.

Y ya no sabes que inventarte. Has cortado la llave de paso de los radiadores para no consumir la calefacción. La abres un poco y con el tiempo medido como quien le toma el pulso a un moribundo cuentas los segundos y los minutos. Pones la ropa encima. Ojalá se seque, ojalá mañana haga un sol que reviente los cristales. La silla no es eléctrica, de momento, pero saltas de ella como si de un resorte se tratara. Mira qué hora es y todavía no he hecho nada. Desde la línea de la ventana ves como el horizonte  se pinta su propia línea con el rímel de tus madrugones. Joder que bonito, te dices. Y el tiempo se detiene. Es esas bellezas salvajes que existen por derecho propio y no te dan más opción que mirarla. Como cuando miras a tu hijo y te preguntas en qué estará pensando esa cabecita. Solo quieres que sea feliz y te quedas tranquilo al comprobar que sus facciones están relajadas, que su mirada, concentrada en sus cosas, camina por la línea del todo es posible. Y respiras hondo, consciente de lo que cuesta, a veces, respirar.

Desde la línea imaginaria de ecuador de tu propia vida no sabes con qué hemisferio de tu cabeza quedarte; este mundo se ha vuelto loco o seré yo que ya no entiendo nada. La lavadora no funciona y llevas meses lavando la ropa a mano, con esto de la Pandemia no te fías de las lavanderías. Por cierto, quizás las cosas empiezan a existir cuando te fijas en ellas por la necesidad o las circunstancias de cada uno pero,  o son cosas tuyas o este tipo de locales donde la gente va a lavar y secar su ropa son nuevos. Lugares donde unos desconocidos coinciden  fuera de las cuatro paredes de tu casa. Y, por esas asociaciones mentales recuerdas cuando tu abuela te contaba que ellas iban a lavar la ropa en la pila del río. Te las imaginas hablando  también de sus cosas y desando que haga un solazo para que la ropa se seque cuanto antes.

Estás lavanderías de ahora, quizás por la pandemia, las ves vacías  o con una persona sentada mirado como da vueltas el tambor de la lavadora. Y una sensación de profunda soledad se adueña de ti, de vacío. Es como si fuéramos bodegones humanos para cuadros de Hopper que se pintan a sí mismos buscando el sentido de su existencia. Quizás  la espiral formada por las vueltas del tambor de la lavadora sean los nuevos y posmodernos oráculos de Delfos a quienes recurrimos en busca de respuestas. Junto a esas redes sociales casi al alcance del más pobre y que nos igualan desde la línea de los instintos más bajos. Así, por asociación mental, también en esas lavadoras meteríamos toda la mierda que se nos queda pegada a la piel de alma. Y esperamos a que acabe el programa con la esperanza de olvidarnos de todo y ponernos de nuevo el “uniforme de batalla”, como le decía mi padre a mi madre cuando se ponía la ropa para ir a la cuadra o cuando se la quitaba al volver de ella:

“Da asco y es un trabajo duro, pero si queréis dar de comer a vuestro gato alguien debe hacerlo”. Esa sería el resumen perfecto de la sociedad en la que vivimos. Latas de sardinas de la que habla la portada del libro de Joseph Ponthus como alegoría de la época que nos ha tocado vivir.  Al igual que Ponthus, recientemente fallecido, tras la línea está la salida, quizás porque necesitamos creer que hay una, porque llega un momento en  que nos marea las vueltas de la puta lavadora y necesitamos salir del bucle, empezar de nuevo y  que se seque la ropa de una vez ya, joder:

“Uno no sale de un santuario indemne. Uno nunca sale del todo del talego. Uno no sale de una isla sin un suspiro. Uno no sale de la fábrica sin mirar el cielo. La salida. Qué palabra más bonita”

[1]Desde la línea”. Escrito por Joseph Ponthus

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