El Santander de los Invisibles
Es domingo. Son las ocho de la tarde y he quedado en la Catedral con un grupo de personas para hacer un recorrido por la ciudad. En realidad, poco importa que sea domingo, lunes, miércoles o víspera de fiesta. Hay gente, como los niños, para los que no hay días de la semana, ni meses, ni tan siquiera años.
Cuando llego al punto de encuentro, ya hay nueve personas en grupo charlando. Me uno a ellos y se presentan: Luis, Carolina, Javier, Paloma, Margari, Miguel, Carlos, Lucía y Elisa….. yo soy Felisa, les digo. Y rápidamente me integran en el grupo. Algunos son padres de familia, otros ya tienen edad para ser abuelos, hay alguna religiosa y también una menor acompañada por su padre.
DOS RUTAS
Parece que no hay una sola ruta, sino que se dividen en dos. Unos salen de la Catedral hacia la calle Burgos y otros se dirigen hacia la zona de Puerto Chico. Antes se reparten las bolsas. Llevan fruta, chocolate caliente, un bizcocho que ha hecho Paloma, bocadillos de tortilla y un guiso caliente preparado por Carolina y repartido en ‘tuppers’ individuales.
-¿Le has traído las bombonas a Soraya?, le pregunta Jacobo a Luis. “Sí, sí, las tengo en el coche que luego paso a por ellas, no te preocupes».
– «Mirad a ver si veis al chico que a veces está con Isabel por la zona de Feve , que no tiene móvil y me gustaría poder quedar con él para ver qué hacemos», dice Jacobo. -«¿Quién, el rubito que habla poco?», pregunta alguien– «Si, ese mismo. Dile que iré por allí el martes sobre las ocho».
Yo me quedo con el grupo que se dirige hacia la zona de Puerto Chico. Parecemos un grupo de turistas dispuestos a conocer una ciudad nueva.
Por el semáforo de correos cruzamos hacia la acera del Paseo de Pereda.
Dejamos atrás la Plaza Porticada, con su estatua de Velarde. A nuestra derecha los Jardines de Pereda, el Centro Botín. Nada de eso interesa en la ruta de hoy.
Por el contrario, mis compañeros no miran hacia el mar, sino que van pendientes de todos los cajeros. Cada vez que pasamos por delante de uno, se paran y entran dentro del pequeño recinto. De momento, nada reseñable. Seguimos caminando y nos encontramos con un chico subsahariano sentado sobre una pequeña silla plegable con un cuenco en la mano y un cartel a sus pies en el que se lee ‘Pido una ayuda por favor’. Nos paramos. Es, ¿cómo decirlo?, el primer punto de interés para el grupo. Jacobo le pregunta si va por la Cocina Económica y responde que no. Es evidente que se conocen entre ellos. Carolina abre la mochila y saca tres mandarinas que le ofrece. Coge una. “Gracias, solo quiero una”. Le preguntan si necesita algo. Responde que no. Vuelve a dar las gracias. Carolina me va explicando. “Es un chico muy agradable y correcto. Nunca coge más de lo que necesita. Siempre está ahí».
DOS AÑOS
Me cuentan que ellos no pertenecen a ninguna asociación. La idea surgió de forma casual hace un par de años y, poco a poco, ha ido consolidándose. Son algo así como un puente entre la calle y organizaciones como Cáritas, Cocina Económica, Accas o Proyecto Hombre, en estos momentos suficientemente saturadas como para llegar a todas partes con sus propios medios. Ellos conocen las posibilidades asistenciales existentes y tratan de informar y orientar sobre ellas a la gente que lo necesita. Vienen a cubrir un hueco que, ahora mismo, estaba ahí pendiente.
PREGUNTAS SIN RESPUESTA
Hemos dejado atrás el cajero del BBVA, el del Santander y nos vamos aproximando hacia el de Deutsche Bank. El grupo habla de una chica. Me intereso por saber qué pasa y me explican que hace un par de meses apareció en ese cajero una chica con aspecto de ser muy joven. «No aparentaba ni 20 años, aunque en la calle nunca hay certezas», me dicen. La han visitado periódicamente desde entonces. Siempre con la misma cazadora, siempre cerrada en sí misma, sin intercambiar palabra con ellos, acurrucada en una esquina del cajero como un animal asustado. Nada saben sobre ella, pero siempre pasan a visitarla. Parece que acepta mejor la presencia femenina, así que es Carolina la que suele o, mejor dicho, solía entrar con un bocadillo. Me explica que cuando intentaron llevarle guisos calientes, los rechazaba «como si tuviese miedo de algo, no sé», me explica.
Pero en el cajero no hay nadie. Me cuentan que, hace unos días, cuando pasaron, vieron sus ropas allí, en una esquina. Todo muy raro, comentan. Incluso la cazadora que llevaba puesta desde que la vieron por primera vez, estaba allí. Los pantalones, el jersey… . Todo. Están preocupados. Algunos del grupo piensan que se la han podido llevar en ambulancia al hospital. La calle está llena de preguntas, de dudas, de cuestiones sin resolver que se quedan flotando en el aire, como esperando a que llegue su momento para encontrar respuesta. «Nos tiene preocupados, no podemos negarlo. En la cocina económica no tienen referencias suyas. nadie parece conocerla. Algunas personas de Cáritas también ha tratado de buscarla estos días, pero no hay ni rastro. Ni siquiera sabemos su nombre, por lo que tampoco podemos averiguar si está en Valdecilla», me explican.
Y retomamos nuestra ruta. Seguimos buscando invisibles. Unos metros más allá, un hombre parece dormido sentado en el suelo y apoyado contra la pared de un edificio. Junto a él, un pequeño perro. «Si es Natalio», dicen. Y sacan un bocadillo y unas piezas de fruta que le entregan. «¿Un chocolate caliente?», le preguntan. Hablan con él, se aseguran de que está bien, le escuchan, cogen las bolsas y continuamos.
DISTINTOS PERFILES
Cada vez estamos más cerca de Puerto Chico. El grupo sigue con su charla. hablan de las necesidades de unos y de otros. Los hay que cobran una pequeña pensión y los hay que no. Unos duermen en la calle y otros se refugian en lugares difíciles de describir que consideran su refugio. Conocen no solo los nombres sino, en muchos casos, las historias que acumulan sobre sus espaldas. Gente que ha llegado a la calle por muy diversas razones. Una infancia traumática, una mala decisión en un momento dado, adicciones diversas, enfermedades mentales… en muchos caso no es posible determinar con claridad qué fue antes, si la calle o el problema, pero hay que buscar soluciones sea cual sea el camino recorrido.
Hablan también de algunas de las personas que han ido conociendo a lo largo de los dos años que llevan recorriendo las calles de forma periódica. Es evidente su orgullo cuando hablan de los que han conseguido avanzar, de los que hoy ya son capaces de llevar una vida de relativa normalidad, integrados, con un techo bajo el que cobijarse y con actividades o trabajos en los que ocupar sus días.
LA VIDA EN UN BANCO
Un hombre escucha la radio sentado en un banco. El locutor habla de deportes, pero no tengo claro que él esté prestando atención. Nos paramos. Luis estira la mano y le ofrece comida, pero él lo rechaza. No levanta la mirada del suelo. Lleva puestas varias cazadoras. Hoy hace calor. No parece importarle. De hecho, no parece importarle nada. Sólo se desplaza desde el banco donde se sienta, hasta la sucursal bancaria situada unos metros más allá, donde se tumba sobre unas mantas. Ese parece todo su mundo. Un universo que se recorre en cuatro pasos. «Tiene algunos periodos de lucidez. El otro día me senté a su lado y estuvo hablando con normalidad, pero, de repente, me miró y pareció como si en ese momento se desconectara y ya no volvió a decir nada», me explica Jacobo.
Me cuentan que hay mucha gente viviendo en la calle con claros síntomas de enfermedad mental y que, por tanto, deberían de estar acogidos en alguna institución, pero, como pasa casi siempre, el procedimiento dista mucho de ser sencillo, lo que nunca impide intentarlo.
VIVIENDA…
A menos de dos minutos caminando desde la sede del gobierno regional llegamos a casa de Antonio. No hay agua. Tampoco luz. Faltan cristales en algunas ventanas. Antonio puede estar días tumbado sobre un camastro. Apenas sale a la calle. Una docena de metros más allá, la vida no es otra cosa que bullicio de terrazas llenas de gente divirtiéndose aprovechando el buen tiempo.
El grupo ha quedado con Saray y con Berto en la plaza del Centro Cultural Doctor Madrazo. Con ellos está Paloma, que pertenece también al grupo, pero lleva ya un rato de conversación con la pareja.
Saray se alegra del encuentro. Es una mujer muy expresiva y no puede evitar abrazar a Jacobo. Y a Carolina. Y a Paloma. Y también a mí. Es un torrente de energía. Los voluntarios me cuentan que está poniendo mucho de su parte por mejorar su situación y que Berto, su pareja, le está ayudando mucho. Tomamos un chocolate con ellos. Saray habla y habla. Nos cuenta que se ha aseado con unas toallitas que ha comprado en el súper y que mañana va a ir a ver si se puede duchar en la Cocina Económica. Ojalá pueda, me dice ilusionada. Es coqueta. Estaba esperando esta visita y se ha pintado la raya del ojo. Lleva unas mallas con aplicaciones de fantasía y el pelo recogido en una coleta alta. «Ya verás qué melena me suelto si mañana me puedo duchar y me lavo la cabeza», nos dice.
Nos entretenemos bastante con la pareja, pero se hace tarde y tenemos que irnos, porque hemos quedado en Santa Lucía con la otra mitad del grupo: los que se fueron hacia Feve y la Calle Burgos.
MAS DE 100 PERSONAS EN LA CALLE
En el camino, Jacobo me cuenta que ellos saben de más de 100 personas viviendo en la calle en Santander. «Bueno, consideramos también sin hogar a los que viven en garajes y en sitios que no son habitables». El nuestro es un censo muy superior al del Ayuntamiento. Los conocemos a todos, sabemos sus nombres y parte de sus historias. Nosotros nunca les preguntamos nada sobre su vida. Nos limitamos a escuchar lo que nos quieren contar. No juzgamos. Estamos aquí para echar una mano si es que podemos, no para etiquetar.
Nos cruzamos con Ana y Ricardo que salen de la Plaza de Pombo arrastrando un viejo carro de la compra. Saludamos. Ya han estado con la otra mitad del grupo que en Pombo ha repartido los últimos bocadillos de la bolsa entre Elena, Julia y Andrés, que comparten un garaje donde duermen y dejan sus cosas. Hasta hace poco, con ellos estaba también la pareja de Elena.
Y Llegamos a los soportales de Santa Lucía, donde Jose, un viejo conocido de EL FARADIO, ya está charlando con el resto de voluntarios. Hace unas semanas nos contó su historia. Un dentista de la ciudad la leyó y contactó con el grupo para ofrecerse a hacerle una dentadura nueva. Jose está ilusionado. Sólo de pensar en comerse un buen chuletón, se le olvidan todas sus penas. «Con patatas y pimientos, me lo voy a comer, sí señor, un chuletón de verdad», dice.
EL TRABAJO VOLUNTARIO NO DESCANSA
El grupo se despide ya. Repasan la agenda semanal. Luis pasará por Feve el miércoles. Carolina ha quedado el martes a desayunar con Saray para ver qué tal va. Jose tiene cita en el dentista el jueves a las nueve de la mañana….
Martes, jueves, sábado…enero, marzo, verano o invierno. Los invisibles siempre están ahí. Sólo hace falta querer verlos.