Una peregrina en la infinitud de la culpa
Día 0. Córdoba-San Vicente de la Barquera
Celia se sienta a almorzar a las cinco de la tarde. Ha terminado de servir los últimos cafés en la terraza y recogido todas las mesas. Respira aliviada al retirarse la mascarilla y empuñar el tenedor. El primer fin de semana completo sin estado de alarma no ha cubierto las expectativas de hosteleros y comerciantes, pero Celia ha tenido jaleo o ajetreo, según me leas desde Andalucía de donde vengo o Cantabria, adonde acabo de llegar.
Quizás eran demasiado altas. Las expectativas, digo. Eso o los seis meses de confinamientos perimetrales y cierre de bares han liquidado cualquier interés por el turismo saludable o los retiros espirituales. Ahora todos quieren pecar, así que la oferta de recorrer caminos solitarios o peregrinar en busca de la redención tiene difícil venta.
Celia lleva tatuado el Collado de Cámara y parte del macizo oriental del Parque Natural de Picos de Europa en su brazo izquierdo. No me ha dejado fotografiarlo. En su respuesta intuyo cierto hartazgo instagramer, algo de pudor y mucha nostalgia del respiro de autenticidad que han vivido las ciudades históricas y turísticas estos meses. La entiendo. Vengo de Córdoba, sé de lo que hablan sus ojos. Es una extraña contradicción entre la tranquilidad económica que otorga la industria turística y el rechazo a la gentrificación.
SENTIMIENTOS ENCONTRADOS
Visité por primera vez Cantabria hace 23 años en un viaje en el que empecé a construir toda una vida. Vuelvo con aquella vida vivida, el vértigo de recorrer lugares desconocidos, el miedo de perderme, la ilusión de reencontrarme y, para qué negarlo, el remordimiento de la culpa. Una pesada carga para la mochila de una peregrina que ha abusado de la virtud del arrepentimiento hasta su banalización. Pero soy humana y en Santo Toribio prometen el perdón aunque no sea Año Jubilar. Intentarlo es gratis. O no.
La peregrinación ha empezado de madrugada a 800 kilómetros del monasterio. Quizás la costumbre del toque de queda mantiene la carretera desierta y sólo al acercarnos a esa «tierra libre» que algunos llaman Madrid empiezan a aparecer otros coches. Sus ocupantes no parecen peregrinos, sino fugitivos de la mascarilla en busca de chiringuitos y mar.
Pasan horas hasta pisar Cantabria. El cartel de bienvenida es desolador. En mitad de un cañón, encajonados entre montañas la señal de la carretera dice ‘Cantabria se muere. No al lobo’. Los programas de conservación del lobo ibérico provocan el descontento de parte de los ganaderos de la zona. La bronca y el debate social están servidos. Como los cocidos que engulle el presidente Revilla en plena pandemia… Será por temas para discutir en los bares… Afortunadamente para quienes disfrutan de la discusión tabernaria ya están todos abiertos.
TURISTAS, PEREGRINOS, CLIENTES
Martín regenta un restaurante en Ojedo, uno de los pueblos que salpican el camino lebaniego, ya a las puertas del monasterio. Está contento. Ya nota que vuelven los peregrinos ¿o eran los turistas? Lo que sea, pero que vuelvan y si, como nosotros, piden almorzar en la terraza a pesar de la lluvia y el viento pues se les sirve con la mejor de las sonrisas y listo.
Martín ha decorado el exterior del comedor a la cordobesa. Geranios y gitanillas adornan la fachada completada con un par de sillas de enea que le dan el toque perfecto y recuerdan que Córdoba celebra este mismo fin de semana su tradicional concurso de patios. Martín los visitó en marzo de 2020, «justito antes de encerrarnos». Su confesión me reconcilia con el papel de turista en un lugar tan auténtico como el que me rodea. Martín fue turista antes que yo y si nos hubiéramos cruzado en Córdoba él parecería el extranjero y yo la anfitriona. Espero que en esa realidad paralela me portara tan bien como él conmigo.
Hemos dejado el coche en Ojedo, apenas a 3 kilómetros del monasterio. La tentación es grande. Santo Toribio es nuestra meta y pasar a verlo es una opción cautivadora. Pero no hemos venido aquí a pecar, sino todo lo contrario.
AUTOBÚS POTES – SAN VICENTE
Caminamos directos a la estación de autobuses de Potes. Necesitamos coger la línea directa a San Vicente de la Barquera, de donde saldremos mañana en nuestra peregrinación.
Iván nos espera al volante. No hace falta correr, habrá billetes de sobra porque «no han venido tantos turistas como a Noja y a Isla, eso sí que se ha llenado», aclara. Él es de Noja y no contiene el orgullo en sus palabras al pensar en que puedan volver los buenos tiempos. Quiere olvidar los cuatro meses de ERTE.
En ‘Sanvi’ nos espera otro Iván. Regenta una tienda de surf y unos apartamentos. Nuestro alojamiento de la noche casa mal con la niebla y la lluvia. Pide a gritos el sol y a la chavalada corriendo por las calles, pero es pronto. Seis meses de encierro y este tímido despertar a la normalidad no van a cambiar la vida de golpe. Casi mejor. Necesitamos aclimatarnos.
El día acaba. Hay pocas opciones para el ocio. Bares y hoteles cerrados. Una pizza es la única opción en la costa norte. Mañana empieza el camino. No estará de más ayunar. La expiación exige sacrificio y aquí no hemos venido a pecar. Hemos venido a vivir.