Afganistán, año 0: el camino hacia la democracia
“Imaginad, por un momento, que estáis a la orilla de un río por el que Oriente y Occidente avanzan el uno hacia el otro. Son dos naves con muchos pasajeros a bordo. Oriente mira al que viene de frente y, de pronto, no ve más que su propio reflejo. Occidente, en ese preciso momento, no es más que su espejo. Oriente experimenta entonces un intenso terror, no porque Occidente sea diferente, sino porque refleja y exhibe el corazón de esa parte de sí mismo que trata de esconder y enterrar: la responsabilidad individual”.
Creo que la pluma de Mernissi (El miedo a la modernidad. Islam y democracia, 1992) encontró la forma más brillante de aportar algo de luz a una pregunta que todos nos hacemos en nuestro fuero interno; yo al menoS me la hago: ¿Estamos los musulmanes incapacitados para la democracia? Me pregunto a veces si acaso hay algo en nuestro ADN que impida a la democracia germinar y tomar la fuerza necesaria para que sea la auténtica y genuina estructura política en la que vivir.
Afganistán es el último país que parece haber demostrado que la respuesta a esta cuestión es afirmativa. Con estos últimos acontecimientos, quizás la pregunta toma tierra y se hace más concreta, adquiriendo así diferentes matices. Cómo un país invadido por uno de los ejércitos más poderosos, que fue capaz de expulsar al poder Talibán; cómo después de 20 años de proyectos, esfuerzos, inversiones…en cuestión de días, se ha visto desbordado por la vuelta de ese mismo poder legitimado en un fundamentalismo exacerbado, basado en una forma de entender el Islam totalmente arbitraria.
Hay algo que quisiera señalar antes de proponer posibles caminos en los que ahondar: la sorpresa que nos estamos llevando en Europa y en EE. UU. significa dos cosas: o bien estábamos convencidos de que el trabajo de estas dos últimas décadas había arraigado de forma estructural en la sociedad afgana. O bien, la sorpresa es la mejor puesta en escena en la que nos podemos mover ahora mismo, ya que permitirá justificar decisiones políticas en un futuro cercano. Me inclino a pensar que es una mezcla de ambas cosas.
Pero si lo que se busca es partir de un punto claro, lo que aparece de entrada es que durante todos estos años se ha tratado de establecer desde fuera un sistema, en el sentido de ordenamiento, dentro de una sociedad que por sí misma y desde sí misma, no había sido capaz de desarrollar. Debemos comprender también que, si los talibanes han tomado el poder de forma express, es debido en gran medida a que todo este tiempo ha sido insuficiente para constituir una verdadera creencia de que la democracia era algo real, algo propio o, mejor dicho, algo desde donde construir un nosotros. Sin esta fuerza tácita, la democracia es un falso fondo.
A los musulmanes no nos invade el miedo cuando escuchamos democracia, sino el sentimiento de no haber conquistado las ideas humanistas que la hicieron posible. Los musulmanes no es que no amemos la democracia, sino que hemos renunciado a aquello que hace posible que surja esta historia de amor: la filosofía. “El filósofo nunca ha sido tenido en cuenta ni tampoco ha sido invitado a desempeñar el papel de da’i, de propagandista de las ideas reformistas. Ese papel era función de los fuqaha, de las autoridades religiosas”, palabras de Ali Umlil, filósofo marroquí. Ha sido una renuncia, en la medida que no ha habido la fuerza suficiente como para que la filosofía tomara las riendas hacia la libertad de pensamiento.
Todas las ideas que estuvieran firmadas por la mano de la dama falsafah (término árabe para referirse a “filosofía”, que significa “ciencia racional”) es denostada como algo pagano, forastero que, en el fondo, no nos pertenece. Ha habido personas a lo largo de la historia, muchas otras simplemente no se las conoce, que han tratado de llevar a cabo una separación entre Religión y Estado, entre Constitución y Sharía (ley islámica), que han tratado de defender una libertad de culto en países musulmanes.
Podría citar muchos ejemplos: el profesor egipcio Abu Zaid argumentó en el circuito académico de la universidad Al Azhar (una de las más prestigiosas del El Cairo), que el Corán podía y debía ser interpretado como un texto literario más, en base a la filología y a la crítica literaria. Condenado por apostasía, se vio obligado a exiliarse en Holanda en 1996. Taha Huseyn, fue perseguido y calificado de kafir (infiel) dado que en una de sus obras defendió que la llamada poesía preislámica en realidad era contemporánea al Islam, asimismo se le tacho de colaboracionista con el extranjero. El ulema ‘Ali ‘Abd al-Ráziq manifestó en El Islam y los fundamentos del poder (1925) la necesidad de separar el poder y la religión y de adaptar y flexibilizar la Sharía, la cual debía estar al servicio de un buen gobierno y no al revés. Lo suyo fue difícil, le inhabilitaron para todo cargo.
Sí, lo tenemos difícil, y Afganistán es la prueba viviente de todas estas líneas. La racionalidad nunca ha tenido buena fama. Al parecer es una dama, una figura femenina, una mujer helénica con poder. Y los musulmanes al parecer no llevamos muy bien la relación entre mujer y poder político: automáticamente, las tripas se arrugan y emerge la diabólica imagen de Al-Uzza, Al-Lat y Menat, diosas preislámicas talladas en piedra que ostentaban el recinto de La Meca. Democracia y racionalidad son sinónimos de esa época pagana simbolizada por la imagen del poder femenino. La Jahiliyyah más que entenderla como época preislámica o como se ha solido traducir, “época de la ignorancia”, es algo muy vivo y presente en cada uno de los creyentes que impide la superación de sí mismo, es decir, la superación de la sumisión para abrir caminos al ‘aql (razón).
El fracaso de Afganistán no es tanto el fracaso de los afganos, sino de todos los que han penetrado un territorio creyendo que era suficiente con abrir la Declaración de los Derechos Humanos. No, no es suficiente. No lo es en una sociedad en la que los talibanes, que más que enemigos de los infieles, son enemigos de la democracia y de la libertad de pensamiento, probablemente siempre habían seguido allí. En los último 20 años no se habían ido a ninguna parte.
Escuchaba ayer a una periodista afgana hablar sobre el miedo que sentía de volver a vivir bajo el régimen Talibán, ella y tantas otras personas atrincheradas en sus casas o protagonizando esa estampida hacia el aeropuerto que nos deja mudos. Ahí es donde podemos darnos cuenta de que perder la libertad de pensamiento, perder nuestra capacidad filosófica íntima, no es una cuestión de ideas abstractas, sino a fin de cuentas nuestra vida en el sentido más radical.
Hay algo que en el imaginario de muchas personas ha empezado a germinar y creo que es importante insistir en ello si pretendemos entender algo: Afganistán no va a pasar a ser una democracia libre con los derechos garantizados a ser un estado de terror gobernado bajo extremistas. La historia de la humanidad no se puede explicar en estos términos de blanco y negro. Igual que la Revolución francesa no se labró en 20 años, más bien en siglos de luchas, represalias, regresiones, futuribles, muertes y sangre… ¿acaso iba a ser diferente para los musulmanes? Creo que si estos años han servido para algo en Afganistán se verá a partir de ahora, no mientras las potencias extranjeras estaban ahí, sino que el calibre que medirá a los afganos y a las afganas en relación con este tiempo de futuribles que han vivido, empieza más que nunca hoy.
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