Cecilia Álvarez de Soto protagoniza el escaparate de La Caverna de la Luz en octubre
Este jueves se inaugura en La Caverna de la Luz (Calle del Sol) la foto de Cecilia Álvarez de Soto que ocupará el escaparate de este peculiar espacio expositivo.
Cecilia Álvarez de Soto (Santander, 1984) es licenciada en Bellas Artes por la Universidad del País Vasco y máster en Artes Visuales y Multimedia por la Universidad Politécnica de Valencia. Ha fijado su atención en cementerios y mercados de antigüedades, espacios que hablan de vidas pasadas y de retazos de una identidad vaciada o rota. Actualmente, vive y trabaja en París, y desarrolla su obra fotográfica en paralelo a su actividad profesional en el campo de la pedagogía artística infantil. Su web: www.cecilialvarezdesoto.com
Raúl Lucio es el comisario de la exposición y dedica este texto a la fotografía de Cecilia:
Un espejo es siempre un enigma. ¿Qué es lo que se refleja en él?, ¿qué queda de nosotros cuando apartamos el rostro? Nos comportamos como modernos Narcisos; nos gusta vernos, aunque sea mediante un fugaz reflejo en el remansado arroyo, a riesgo de ahogarnos después de la visión, necesaria. Pensamos entonces que somos el yo alrededor del cual se organiza el universo. Por el camino, dudas: ¿quién soy?, ¿cómo me encuentro hoy?… ¿qué pensará la gente sobre mí?… identidad. Hasta nos dan ganas de preguntar: “Espejo, espejito mágico… ¿quién es la más guapa del Reino?”. Deseo de ser mirados. El espejo es también un imán de imágenes; como describe Juan Antonio Ramírez: “las atrae y luego las expulsa al universo exterior, al lugar de la mirada”.
Las verdades que nos escupe el espejo cada mañana son inexcusables, consignas para organizar nuestro día y salir a la calle para vivir la siguiente aventura. Con el peso denso de los estereotipos, la persona que nos mira desde el fondo del espejo está llena de incertidumbres, de complejos, de miedos… Sabe de tormentos. Es la vida, sí. Verdad y libertad… ya nos lo contó un Sabina -visionario- en 1994: “Y la mentira vale más que la verdad / y la verdad es un castillo de arena. / Y por las autopistas de la libertad / nadie se atreve a conducir sin cadenas”.
Estamos al final -todos los indicadores parecen apuntarlo al menos- de este cataclismo pandémico que tanto ha complicado nuestras vidas desde marzo de 2020. Huele a octubre y huele a otoño: “Otoño en tránsito. / En mí alienta el espíritu / del universo”, nos lo cuenta Natsume Sōseki en este bello haiku.
Diez espejos nos miran desde la imagen de Cecilia, aunque en ninguno de ellos seamos capaces de reflejarnos: un cuerpo atrincherado entre espejos (el dispositivo “mágico”, la cámara, se ha desvanecido). Una mujer construyendo universos, como lo hicieron hace 100 años otras como Consuelo Kanaga (1894-1978), Barbara Morgan (1900-1992), Wanda Wulz (1903-1984), Charlotte Rudolph (1896-1983), Yvonne Chevalier (1899-1982), Ilse Bing (1899-1998)o Gertrud Arndt (1903-2000). Mujeres y fotografía… ¿cuántos territorios invisibilizados nos quedan por descubrir?
El cuerpo desnudo y su representación: los pudores cotidianos. ¿Dónde frenarse a la hora de mostrar? La frontera eres tú; la frontera siempre es un espejo, lo sabemos. Los espejos. Algunos enseñan y otros ocultan, como los días y las noches, como la vida. Como ese cotidiano buscarse con resultados siempre mejorables. Escuchemos a Louise Glück: “Mi alma se marchitó y se encogió. / El cuerpo se convirtió en un vestido demasiado / grande / para ella”.
John Szarkowski, director del departamento fotográfico del MoMA, realizó en 1978 una exposición denominada Mirrors and Windows (Espejos y ventanas) en la que consideraba dos maneras de afrontar la fotografía: los proyectos “Ventana”, trabajos documentales que buscan mostrar el mundo pegados a la “realidad”, y los proyectos “Espejo”, más subjetivos, que beben de la expresión personal del fotógrafo, reflejando sus opiniones y sentimientos. En este sentido, esta sería una fotografía espejo, de manual, por lo que contiene y por lo que “refleja”.
Miro de nuevo la imagen -ese “reflejo autobiográfico del anonimato en París”, tal y como su autora lo describe- y pienso en el cuerpo de Francesca Woodman contoneándose encima de un espejo, en Providence. Observo la imagen y recuerdo la mirada desafiante (también ensimismada) de Claude Cahun en su autorretrato de 1928. El espejo, como la sombra, la máscara -y también la mirada-, son elementos que nos construyen, aunque nunca seamos capaces de controlarlos. Por eso nos da tanto miedo pasar al otro lado… del espejo. El espejo, como la fotografía, necesita de la luz para sobrevivir: solo con ella es capaz de reflejar. El espejo nos cuenta todas las verdades y nos miente; nos miente a la cara, claro: no podría ser de otra manera. Nos insulta a veces, aunque de él lo único que sale es un insulto visual. También nos adula, como los amigos que nos quieren, como la vida, que quiere engatusarnos por momentos. A Cecilia le interesa lo que la imagen especular nos oculta, los diferentes estratos visuales que dialogan entre sí, la conexión con lo fortuito… el espejo-máscara, mitad realidad mitad azogue.
Nos queremos mucho a nosotros mismos; por eso nos encantan los espejos, donde podemos escudriñar la mejor de nuestras caras antes de salir a la vida. Nos pensamos empáticos y solemos pensar que amamos a la gente que nos rodea. Simone Weil apuntaba que “la plenitud del amor al prójimo” consiste en atreverse a realizar una “simple” pregunta a los demás: “¿Cuál es tu tormento?”. Antes de responder, mientras nos miramos en el espejo, recordemos aquellas palabras del explorador canadiense Jean Baptiste Charbonneau: “Dure lo que dure vuestra estancia en este pequeño planeta, lo más importante es sentir de vez en cuando la suave caricia de la vida”. Sí, la vida siempre es una continua tentativa: todos somos cristales rotos.