El barrio de los halconeros

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Llevo dos meses en esta ciudad que un día fue musulmana. Vivo en el barrio de los halconeros, porque antes, allá por el siglo XIII, cada distrito era bautizado por la destreza y la habilidad que dominaban sus habitantes. Vivo en un barrio donde se asienta la mayor comunidad de personas conversas al islam. Pienso cuál es el motivo que me ha llevado a escoger esta casa en esta calle y si es cierto que he dejado de ser lo que este barrio significa. ¿Cuánto queda en mí del Islam que estas personas abrazan como su más genuina pertenencia? Lo mejor, me digo, es ir en busca del tiempo a través del espacio.
La mezquita mayor está a escasos metros y los viernes si pasas cerca, escuchas la llamada a viva voz del muecín. Puedes, si quieres, llegar hasta la mezquita, cruzando una de las calles más concurridas de este barrio. Nada más entrar por una de las puertas antiguas que abren paso a esta calle, dos carnicerías repiten la consigna halal en sus carteles. Quizás, pienso, queda más claro a qué tipo de comercio entras. ¿Será la pasta marca Gallo halal también? O solo y únicamente lo es la carne, que reposa en las bandejas de las cámaras, exhibida ante una clientela con carné VIP para acceder al paraíso.
Si sigues calle abajo, dejarás a mano derecha una pizzería regentada por un italiano con rostro de etrusco. Los edificios bajos con la rojez viva de los geranios soportan el gruñido de la nieve que cubre la sierra, visible desde que octubre ha iniciado su cuenta atrás para el invierno. Todo resulta conocido, cerrado sobre el círculo genético de la herencia mediterránea. De repente, alguien irrumpe en la cena familiar, un coreano de ojos sonrientes bajo la hirsuta mascarilla asoma por la puerta de su restaurante. Me queda lejos, pero su acento andaluz me dice que la foránea aquí, soy yo.
Si te descuidas, la calle empedrada puede jugarte una mala pasada y abandonarte ante la resbaladiza gravedad. ¡Ándate con cuidado! y deja los tacones en casa, puedes comparte unas babuchas amarillas en las tiendas que cuelgan sus ropas como jamones curados. Pensarán quizás que suspenderlos a la intemperie del frío seco hará las prendas más sabrosas. No se equivocan, los turistas imaginan el exotismo calenturiento sobre su piel, aunque sea a cinco grados. Fíjate en las sonrisas de los vendedores, así debían mostrar sus dientes los comerciantes árabes. Te parecerá que manejan los mismos átomos del negocio que sus ancestros. Del interior de sus dominios, se proyectan canciones enlatadas de cuando Umm Kulthum era adorada so pena de iconoclastia. A algunos les da por poner a todo trapo la voz radiofónica de un imán que solo parece conocer el idioma del Corán.
A media calle, de una asociación con las puertas brillantes de la capa de pintura recién estrenada, proceden diálogos en italiano y dariya. Te cuentan, las onegesitas, que los chicos han venido solos, que sus familias están en Marruecos y que cada día es un regalo. Me pregunto si hay alguna diferencia entre esta caridad laica y la caridad beatífica. Poca a mi parecer, las brochas serán distintas, pero las empapan en el mismo bote de la voluntad benevolente. Si hablas poco y escuchas mucho, entiendes el impulso redentor de una acción solidaria. Dios es dios, aunque seas mudo, decía uno de los chicos acogidos (menas les llaman en televisión).
Pero espera, la calle no se termina aquí. Abrígate en otoño, en invierno por descontado, porque caminas a la sombra y el sol asoma poco por esta calzada. Un sirio, un libanés, este parece marroquí, pero te corrige y te dice que no, que es argelino con toda la diplomacia de la que carecen las altas esferas políticas. No pasa nada, él me confunde por francesa. Pero yo no me ofendo, a mi no me han colonizado porque no soy colonizable. Justo antes del kebab turco, puedes comprar un vibrador o lencería comestible, entre otras delicias que surten el escaparate del sex shop. Y no olvides ponerte guapo ante una cita inminente, he contado tres barberías masculinas. ¿Será casualidad que el nombre más popular para este negocio sea Rachid? Si algo te sienta mal, no te preocupes, hay una tienda de terapias alternativas de la que emanan efluvios aromáticos esenciales. No hay farmacia. Para la química tienes que descender a la travesía paralela, más concurrida y con Ginkos firmes a lado y lado, como si esperaran abrir el baile de un cortejo real.
El final de la calle se anuda con un cruce. Es un nudo que se resolverá adelantando el pie en una de las direcciones. A veces pienso que así es como vivo en esta ciudad, con la sensación de habitar un nudo presente que tomó forma y presión sobre sí mismo hace tanto tiempo, que es mucho más viejo que yo. Es un nudo de fe, en el que se abrazan los lazos de las contradicciones más sutiles y directas. En medio de todo ello me pregunto quién soy y si me sirve de algo saberlo. Claro que mi nombre y mi tez parecen decir mucho más que mis palabras. Pero qué le vamos a hacer, todo el mundo quiere saber quién tiene enfrente, aunque sea fruto de una fantasía naif.

 

Nota: imagen antigua de Arco Elvira, puerta de entrada a la calle que aparece en el artículo.

 

 

 

 

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